CHARLIE Y LA FÁBRICA DE CHOCOLATES | Page 26

El niño de nueve años estaba sentado delante de un enorme aparato de televisión, con los ojos pegados a la pantalla, y miraba una película en la que un grupo de gangsters disparaba sobre otro grupo de gangsterscon ametralladoras. El propio Mike Tevé tenía no menos de dieciocho pistolas de juguete dé varios tamaños colgando de cinturones alrededor de su cuerpo, y de vez en cuando daba un salto en el aire y disparaba una media docena de descargas con una u otra de estas armas. «¡Silencio!», gritaba cuando alguien intentaba hacerle una pregunta. «¿No les he dicho que no me interrumpan? ¡Este programa es absolutamente magnífico! ¡Es estupendo! Lo veo todos los días. Veo todos los programas todos los días, aun hasta los malos, en los que no hay disparos. Los que más me gustan son los de gangsters. ¡Esos gangsters son fantásticos! ¡Especialmente cuando empiezan a llenarse de plomo unos a otros, o a desenfundar las navajas, o a partirse los dientes con nudillos de acero! ¡Caray, lo que yo daría por poder hacer lo mismo! ¡Eso sí que es vida! ¡Es estupendo» —¡Ya es suficiente! —estalló la abuela Josephine—. ¡No puedo soportar seguir oyéndolo! —Ni yo —dijo la abuela Georgina—. ¿Es que todos los niños se portan ahora como estos mocosos que estamos oyendo? —Claro que no —dijo el señor Bucket, sonriéndole a la anciana en la cama—. Algunos sí, por supuesto. En realidad bastantes lo hacen. Pero no todos. —¡Y ahora sólo queda un billete! —dijo el abuelo George. —Es verdad —dijo la abuela Georgina—. ¡Y tan seguro como que mañana por la noche tomaré sopa de repollo para la cena, ese billete irá a manos de algún otro crío desagradable que no lo merezca!