En una palabra, a miss Murdstone no le caía en gracia, mejor dicho, no le caía a nadie,
ni aun a mí mismo, pues los que me querían no podían demostrármelo, y los que no me
querían me lo demostraban tan claramente, que me hacían tener la dolorosa conciencia de
que era siempre torpe, antipático y necio.
Me daba cuenta de que ellos sentían el mismo malestar que me hacían sentir. Si entraba
en la habitación donde estaban hablando y mi madre parecía contenta, un velo de tristeza
cubría su rostro en cuanto me veía. Si míster Murdstone estaba de buen humor, se le
cambiaba. Si miss Murdstone estaba en el suyo, malo de costumbre, se le acrecentaba.
Yo me daba bastante cuenta de que mi madre era siempre la víctima y de que no se
atrevía ni a hablarme con cariño, por miedo a que ellos se ofendieran y después le
riñesen. Constantemente le preocupaba el miedo a ofenderlos o de que yo los ofendiera, y
en cuanto me movía sus miradas in terrogaban con temor. En vista de ello, resolví
separarme de su camino en todo lo posible. ¡Y cuántas horas de invierno he oído sonar la
campana de la iglesia, sentado en mi triste habitación, envuelto en mi batín de casa,
inclinado sobre un libro!
Por la noche algunas veces iba a sentarme a la cocina con Peggotty. Allí estaba en mi
casa, sin miedos y riendo; ¡allí podía ser yo mismo! Pero ninguno de es tos dos recursos
fue aprobado por los hermanos Murdstone. Al sombrío carácter que dominaba allí le
molestaba todo, y al parecer todavía creían que era yo necesario para la educación de mi
pobre madre y, por lo tanto, no quisieron consentir mi ausencia.
-David - me dijo un día míster Murdstone después de la comida, cuando yo me
marchaba como de costumbre-, me apena el observar que seas tan huraño.
-Huraño como un oso -dijo miss Murdstone.
Yo me detuve y bajé la cabeza.
-Y has de saber, David, que esa es una de las peores condiciones que puede tener nadie.
-Y este chico la tiene de lo más acentuado que he visto nunca -observó su hermana-; es
terco y voluntarioso. Supongo, querida Clara, que tú también lo habrás observado.
-Perdóname, Jane -dijo mi madre-; pero ¿estás segura (y me dispensarás lo que voy a
decirte), estás segura de que entiendes a Davy?
-Me avergonzaría de mí misma, Clara -repuso mi Murdstone-, si no comprendiera a
este niño, o a cualquier otro. No presumo de profundidad; pero creo que tengo sentido
común.
-Sin duda, mi querida Jane; tu inteligencia es grande.
-¡Oh no, querida! Te ruego que no digas eso, Clara- dijo miss Murdstone con cólera.
-Pero si estoy segura de ello -repuso mi madre-; todo el mundo lo sabe, y yo misma me
aprovecho de ella a todas horas; así que nadie puede estar más convencida, y cuando
estás delante sólo hablo con terror, te lo aseguro, mi querida Jane.
-Bien; supongamos que yo no entiendo al chico, Clara -repuso miss Murdstone,
arreglándose las cadenas que adornaban sus puños-. De acuerdo, si te parece, en que no lo
comprendo. Es demasiado profundo para mí; pero quizá la inteligencia penetrante de mi
hermano haya sido capaz de formarse alguna idea del carácter del niño, y creo que estaba
hablando de ello cuando nosotras, muy descortésmente, le hemos interrumpido.
-Creo, Clara -dijo mister Murdstone en voz baja grave-, que en este asunto puede haber
jueces mejor y más desapasionados que tú.
-Edward -replicó mi madre tímidamente-, tú en todas las cuestiones juzgas mejor que
yo, y tu hermana también; solamente decía...
-Solamente decías algo inútil a irrefexivo -repuso él-. Trata de no volver a hacerlo,
querida Clara, y de dominate mejor.