-¿Por qué no me había de gustar, mi querida Agnes?
-Es que el doctor Strong -repuso Agnes por fin- ha puesto por obra su proyecto de
retirarse y ha venido a establecerse a Londres, y sé que le ha dicho a papá si no podría
proporcionarle un secretario. ¿No te parece que más le gustará tener a su al do a su
antiguo discípulo mejor que a otro cualquiera?
-Querida Agnes -exclamé-, ¿qué sería de mí sin ti? Eres siempre mi ángel bueno; ya te
lo he dicho: siempre pienso en ti como en mi ángel bueno.
Agnes me respondió alegremente que con un ángel bueno (se refería a Dora) tenía
bastante, y que no hacían falta más; me recordó que el doctor tenía costumbre de trabajar
muy temprano por la mañana y por la noche, y que probablemente las horas de que yo
podía disponer le convendrían maravillosamente.
Si me consideraba dichoso al pensar que iba a ganarme la vida, no lo estaba menos ante
la idea de que trabajaría con mi antiguo maestro; y siguiendo al momento el consejo de
Agnes me senté para escribir al doctor una carta en la que le expresaba mi deseo,
pídiéndole permiso para presentarme en su casa al día siguiente a las diez de la mañana.
Dirigí mi epístola a Highgate, pues vivía en aquellos lugares tan llenos de recuerdos para
mí, y yo mismo fui a echarla al correo sin perder ni un minuto.
Por todas partes donde pasaba Agnes dejaba tras de sí alguna huella preciosa del bien
que hacía sin ruido al pasar. Cuando volví, la jaula de los pájaros de mi tía estaba suspendida exactamente, como si llevara allí mucho tiempo, en la ventana del gabinete; mi
sillón puesto, como el infinitamente mejor de mi tía, al lado de la ventana abierta, y el
biombo verde que había traído consigo estaba ya colocado delante de la ventana. No tenía
necesidad de preguntar quién había hecho todo aquello. Sólo con ver que las cosas parecían haberse hecho solas se adivinaba que Agnes se había tomado aquel cuidado. ¿A qué
otra se le hubiera ocurrido coger mis libros, en desorden por encima de la mesa, y disponerlos en el orden que yo los tenía antes en el tiempo de mis estudios? Aunque hubiera
creído que Agnes estaba a cien leguas la hubiera reconocido enseguida; no necesitaba
verla poniéndolo todo en su sitio y sonriendo del desorden que había en mi casa.
Mi tía puso toda su buena voluntad en hablar bien del Tá mesis, que verdaderamente
hacía un efecto hermoso a la luz del sol, aunque no pudiera compararse con el mar que
veía en Dover; pero conservaba un odio inexorable al humo de Londres, que lo
empolvaba todo, decía. Felizmente, esto cambió por completo gracias al cuidado
minucioso con que Peggotty hacía la guerra a aquel hollín maldito en todos los rincones.
Únicamente no podía por menos de pensar, mirándola, que Peggotty misma hacía mucho
ruido y poco trabajo en comparación con Agnes, que hacía tantas cosas sin el menor
aparato. Pensaba en ello cuando llamaron a la puerta.
-Debe de ser papá -dijo Agnes poniéndose pálida-, me ha prometido venir.
Abrí la puerta y vi entrar no solamente a míster Wickfield, sino también a Uriah Heep.
Hacía ya algún tiempo que no había visto a míster Wickfield, y esperaba encontrarle muy
cambiado, por lo que Agnes me había dicho; sin embargo, quedé dolorosamente
sorprendido al verle.
No era tanto porque había envejecido mucho, aunque siemp re iba vestido con la misma
pulcritud escrupulosa; tampoco era por el cut is arrebatado, que daba idea de no muy
buena salud, ni tampoco porque sus manos se agitaban con un movimiento nervioso. Yo
sabía la causa mejor que nadie, por haberla visto obrar durante muchos años; no era que
hubiera perdido la elegancia de sus modales ni la belleza de sus rasgos, siempre igual; lo
que sobre todo me chocaba es que con todos aquellos testimonios evidentes de distinción
natural pudiera sufrir la dominación desvergonzada de aquella personificación de la
bajeza: de Uriah Heep. El cambio en sus relaciones respectivas, de dominación por parte