mi tía. Ante mi respuesta negativa, Agnes se quedó pensativa, y me pareció sentir temblar
el brazo que se apoyaba en el mío.
Encontramos a mi tía sola y un poco inquieta. Había surgido entre ella y mistress Crupp
una discusión sobre una cuestión abstracta (la conveniencia de residir el bello sexo en
unas habitaciones de soltero), y mi tía, sin preocuparse de los espasmos de mistress
Crupp, había cortado la discusión declarando a aquella señora que olía a coñac, que me
robaba y que se marchara al momento. Mistress Crupp, conside rando aquellas dos
expresiones como injuriosas, había anunciado su intención de apelar al jurado inglés,
refiriéndose, a lo que colegí, a nuestras libertades nacionales.
Sin embargo, mi tía había tenido tiempo de reponerse mientras Peggotty había salido
para enseñarle a míster Dick los guardias a caballo. Además, encantada de ver a Agnes,
no pensaba ya en su disputa no siendo para envanecerse de la manera como había salido
de ella. Así es que nos recibió de muy buen humor. Cuando Agnes hubo dejado su sombrero encima de la mesa y se sentó a su lado, no pude por menos que pensar, viendo su
frente radiante y sus ojos serenos, que aquel parecía el lugar donde debía siempre estar;
que mi tía tenía en ella, a pesar de su juventud a inexperiencia, una confianza absoluta.
¡Ah! ¡Tenía mucha razón en contar con su fuerza, con su afecto sencillo, con su abnega ción y fidelidad!
Nos pusimos a hablar de los negocios de mi tía, a la cual conté lo que había intentado
inútilmente aquella mañana.
-No era juicioso, Trot; pero la intención era buena. Eres un buen chico, generoso; pero
más bien creo que debía decir un hombre, y estoy orgullosa de ti, amigo mío. No hay
nada que decir hasta ahora. Ahora, Trot y Agnes, miremos de frente la situación de
Betsey Trotwood y veamos en qué está.
Via Agnes palidecer mirando atentamente a mi tía, y mi tía no miraba menos
atentamente a Agnes mientras acariciaba a su gato.
-Betsey Trotwood -dijo mi tía-, que nunca había dado cuentas a nadie de sus asuntos de
dinero (no hablo de tu hermana, Trot, sino de mí), tenía una fortunita. Poco importa saber
lo que tenía; pero era bastante para vivir; quizá algo más, pues había ahorrado para
aumentar el capital. Betsey tuvo su dinero en papel del Estado durante cierto tiempo; pero
después, aconsejada por su apoderado, lo colocó en el Banco Hipotecario. Aquello iba
muy bien y daba una renta considerable. ¿No os parece que cuando hablo de Betsey estoy
contando la historia de un barco de guerra? Como aque llo terminó y devolvieron su
dinero a Betsey, se vio obligada a pensar de nuevo en qué lo colocaba, y creyéndose más
hábil que su hombre de negocio s, que no estaba tan listo como antes (me refiero a tu
padre, Agnes), se le metió en la cabeza administrarse sola su fortuna. Llevó, como suele
decirse, sus cerdos al mercado; pero no fue buena vendedora. En primer lugar, perdió en
las minas; después, en las empresas particulares en que se trataba de ir a buscar en el mar
los tesoros perdidos, o alguna otra locura del mismo género -continuó, a manera de
explicación y frotándose la nariz-; después volvió a perder en las minas y, por fin, lo
perdió todo en un banco. Yo no sé lo que valían las acciones de aquel banco durante
cierto tiempo -dijo mi tía-; creo que el cien por cien; pero el banco estaba en el otro
extremo del mundo, y se ha desvanecido en el espacio según creo. En todo caso, ha
quebrado, y no pagará nunca ni medio penique. Ahora bien: como todos los medios
peniques de Betsey estaban allí, se han terminado. Lo mejor que se puede hacer es no
volver a hablar de ello.
Mi tía terminó aquel relato sumario y filosófico mirando con cierto aire de triunfo a
Agnes, que poco a poco recobraba su color natural.
-¿Es esa toda la historia, querida miss Trotwood? -preguntó Agnes.