creyera que Dora podía querer a otro o dejar de quererme, o que yo pudiera amar a otra
mujer o dejar de quererla, no sé lo que haría..., creo que me volvería loco.
-¡Ah, Trot! -dijo mi tía sacudiendo la cabeza y sonriendo tristemente-. ¡Ciego, ciego,
ciego! Alguien que yo conozco, Trot -añadió mi tía después de un momento de silencio-,
a pesar de su dulzura de carácter posee una viveza de afectos que me recuerda a un bebé.
Ese alguien debe bus car un apoyo fiel y seguro, que pueda sostenerle y ayudarle; un
carácter serio, sincero, constante.
-¡Si supiera usted la constancia y la sinceridad de Dora, tía mía! --exclamé.
-¡Ay, Trot! -repitió ella-. ¡Ciego, ciego! - y sin saber por qué me pareció vagamente que
perdía en aquel momento algo, alguna promesa de felicidad que se escapaba y escondía a
mis ojos tras una nube.
-Sin embargo --dijo mi tía--, no quiero desesperar ni hacer desgraciados a estos dos
niños; así, aunque sea una pasión de niño y niña, y aunque esas pasiones muy a menudo..., fíjate bien, no digo siempre, pero muy a menudo, no conducen a nada, sin
embargo, no lo tomaremos a broma, hablaremos seriamente y esperaremos que termine
bien cualquier día. Tenemos tiempo.
No era una perspectiva muy consoladora para un amante apasionado, pero estaba
encantado de que mi tía conociera el secreto. Recordando que debía de estar cansada, le
agradecí tiernamente aquella prueba de su afecto, y después de despedirme de ella con
ternura, mi tía y su cofia de dormir fueron a tomar posesión de mi alcoba.
¡Qué desgraciado fui aquella noche en mi cama! Mis pensamientos no podían apartarse
del efecto que haría en míster Spenlow la noticia de mi pobreza, pues ya no era lo que
creía ser cuando había pedido la mano de Dora, y además me decía que honradamente
debía decir a Dora mi situación y devolverle su palabra si lo quería así. Me preguntaba
cómo me las arreglaría para vivir durante todo el tiempo que tenía que pasar con míster
Spenlow sin ganar nada; me preguntaba cómo podría sostener a mi tía, y me rompía la
cabeza sin encontrar solución satisfactoria; además, me decía que pronto no tendría nada
de dinero en el bolsillo; que tendría que llevar trajes raídos, renunciar a los bonitos
caballos grises, a los regalitos que tanto me gustaba llevar a Dora; en fin, a todo lo que
era serle agradable. Sabía que era egoísmo y que era una cosa indigna pensar en mis
propias desgracias, y me lo r eprochaba amargamente; pero quería demasiado a Dora para
que pudiera ser de otro modo. Sabia que era un miserable no preocupándome más por mi
tía que por mí mismo; pero mi egoísmo y Dora eran inseparables, y no podía dejar a Dora
de lado por el amor de ninguna otra criatura humana. ¡Ah! ¡Qué desgraciado fui aquella
noche!
Mi noche estuvo agitada por mil sueños penosos sobre mi pobreza; pero me parecía que
soñaba sin haberme dormido de antemano. Tan pronto me veía vestido de harapos y obligando a Dora a it a vender cerillas a medio penique la caja, como me encontraba en la
oficina vestido con la camisa de dormir y un par de botas, y míster Spenlow me
reprochaba la ligereza del traje en que me presentaba a sus clientes; después comía
ávidamente las migas que dejaba caer el viejo Tifey al comer su bizcocho de todos los
días en el momento en que el reloj de Saint Paul daba la una; después hacía una multitud
de esfuerzos inútiles para obtener la autorización oficial necesaria para mi matrimonio
con Dora, sin tener para pagarla más que uno de los guantes de Uriah Heep, que el
Tribunal rechazaba por unanimidad; por fin, no sabiendo demasiado dónde estaba, me
revolvía sin cesar, como un barco en peligro, en un océano de mantas y sábanas.
Mi tía tampoco descansaba; yo la sentía pasearse de arriba abajo. Dos o tres veces en el
curso de la noche apareció en mi habitación como un alma en pena, vestida con un largo
camisón de franela, que la hacía parecer de seis pies de estatura, y se acercaba al divan en