-¡Oh! -dijo miss Dartle bajando la cabeza con aire pensativo-. Sin duda; eso es
suficiente. Pre... ci... sa... mente. Pues bien; me alegro mucho de haber hecho esa
pregunta; al menos tengo la tranquilidad de estar ahora segura de que saben ustedes
demasiado bien lo que se deben el uno al otro para que nada pudiera suceder jamás.
Muchas gracias.
No quiero omitir una pequeña circunstancia relativa a miss Dartle, pues más tarde tuve
razones para recordarla, cuando el irreparable pasado me fue explicado. Todo el día, y
sobre todo a partir de aquel momento, Steerforth desplegó sus cualidades, con la
naturalidad que no le abandonaba nunca, para atraer a aquella singular criatura, hacerle
que gozara de su compañía y a que fuera amable con él. No me sorprendió tampoco ver a
miss Dartle luchar al principio contra su seducción, pues sabía que estaba llena de prejuicios y de terquedad. Vi sus modales y su fisonomía cambiar poco a poco; vi que le
miraba con una admiración creciente; vi que hacía esfuerzos cada vez más débiles, pero
siempre con cólera, como si se reprochara su debilidad para resistir a la fascinación que
ejercía sobre ella; por fin vi sus miradas irritadas dulcificarse, su sonrisa aflojarse, y el
terror que me había inspirado todo el día se desvaneció. Sentados al lado del fuego,
estábamos todos charlando y riendo juntos, con una naturalidad de niños.
No sé si fue porque era tarde o porque Steerforth no quería perder el terreno que había
ganado, el caso es que no per manecimos en el comedor más de cinco minutos después de
su marcha.
-Toca el arpa -dijo Steerforth en voz baja al acercamos a la puerta del salón-; creo que
hace lo menos tres años que nadie la ha oído más que mi madre.
Dijo aquellas palabras con una sonrisa extraña, que desapareció enseguida, y entramos
en el salón. Estaba sola.
-No te levantes --dijo Steerforth deteniéndola-. Vamos, mi querida Rose, ¡sé amable
una vez y cántanos una canción irlandesa!
-¡Mucho te importan las canciones irlandesas! -replicó ella.
--Ciertamente -dijo Steerforth-, mucho: son las que prefiero. Además, a Florecilla le
gusta la música con toda su alma. Cántanos una canción irlandesa, Rose, y yo me sentaré
aquí a escucharte como en otros tiempos.
Sin tocarla a ella ni a la silla en que estaba sentada se sentó al lado del arpa. Ella
permaneció de pie durante un momento, haciendo con la mano movimientos como si tocara, pero sin hacer resonar las cuerdas. Por fin se sentó, atrajo hacia sí el arpa con un
movimiento rápido y se puso a cantar acompañándose.
No sé si era el instrumento o la voz lo que daba a aquel canto un carácter sobrenatural,
que no sé describir. La expresión era desgarradora. Parecía como si aquella canción no se
hubiera escrito nunca ni puesto en música; parecía más bien escapar de la pasión
contenida y que asomaba con una expresión imperfecta en los sonidos de su voz, y
después volvía a ocultarse en la sombra cuando se hacía el silencio. Yo permanecí mudo
mientras ella se apoyaba de nuevo en el arpa y hacía vibrar los dedos de la mano derecha
sin sacar ningún sonido.
Al cabo de un momento, he aquí lo que me arrancó de mi ensueño: Steerforth se había
levantado y se había acercado a ella, pasándole alegremente el brazo alrededor del talle.
-Vamos, Rose; de ahora en adelante vamos a querernos mucho.
Pero entonces ella le había pegado, y rechazándolo con el furor de un gato salvaje, se
había escapado de la habitación.
-¿Qué le ocurre a Rose? -dijo mistress Steerforth, que entraba.
-Ha sido buena como los ángeles durante un momento, madre -dijo Steerforth-, y ahora
de repente se lanza al otro extremo.