-No, no señor; usted no me pedirá semejante cosa, pues creo que me conoce usted lo
bastante para saber que no soy capaz de hacer lo que va en contra de mis sentimientos.
Pero por fin hicimos un pacto; y mistress Crupp consintió en condimentar aquello con
la condición de que después comería yo fuera de casa durante quince días.
Haré observar aquí que la tiranía de mistress Crupp me causaba sufrimientos indecibles.
Nunca he tenido tanto miedo a nadie. Nos pasábamos la vida haciendo pactos, y si yo
titubeaba en algún caso, al instante se apoderaba de ella aquella enfermedad
extraordinaria que estaba emboscada en un rincón de su temperamento, dispuesta a
agarrarse al menor pretexto para poner su vida en peligro. Si llamaba con impaciencia
después de media docena de campanillazos modestos y sin efecto, cuando aparecía (que
no era siempre) era con cara de reproche; caía ahogándose en una silla al lado de la
puerta, apoyaba la mano sobre su seno de nanquín y se sentía tan indispuesta, que yo me
consideraba muy dichoso desembarazándome de ella a costa de mi aguardiente o de
cualquier otro sacrificio. Si me parecía mal que no me hubiera hecho la cama a las cinco
de la tarde (lo que persisto en considerar como una mala costumbre), un gesto de su mano
hacia la región del nanquín, expresión de sensibilidad herida, me ponía al instante en la
necesidad de balbucir excusas. En una palabra: estaba dispuesto a todas las concesiones
que el honor no reprobase antes que ofender a mistress Crupp. Era el terror de mi vida.
Tomé una asistenta para el día de la comida, en lugar de aquel joven «hábil» , contra el
que había concebido algunos prejuicios desde que le encontré un domingo por la mañana
en el Strand engalanado con un chaleco que se parecía extraordinariamente a uno de los
míos que me había desaparecido aquel día. En cuanto a la « muchacha», se le dijo que se
limitara a llevar los platos y marcharse al momento de la antesala a la escalera, donde no
se le oiría resoplar como tenía costumbre. Además era el medio de evitar que pudiera
pisotear los platos en su retirada precipitada.
Preparé los ingredientes necesarios para hacer ponche, del que contaba con confiar la
composición a míster Micawber; me procuré una botella de agua de 1avanda, dos velas,
un papel de alfileres mezclados y un acerico, que puse en mi tocador para la toilette de
mistress Micawber. Y después de poner yo mismo la mesa, esperé con calma el efecto de
mis preparativos.
A la hora fijada llegaron mis tres invitados juntos. El cue llo de la camisa de míster
Micawber era más grande que de costumbre, y había puesto una cinta nueva a su
monóculo. Mistress Micawber había envuelto su cofia en un papel gris, formando un
paquete que llevaba Traddles, el cual daba el brazo a mistress Micawber. Todos quedaron
encantados de mi casa. Cuando conduje a mistress Micawb er delante de mi tocador y vio
los preparativos que había hecho en honor suyo, quedó tan entusiasmada que llamó a
míster Micawber.
-Mi querido Copperfield -dijo míster Micawber-, esto es un verdadero lujo. Es una
prodigalidad que me recuerda los tiempos en que vivía en el celibato y cuando mistress
Micawber no había sido solicitada todavía para depositar su fe en el altar de Himeneo.
-Quiere decir solicitada por él, míster Copperfield -dijo mistress Micawber en tono
picaresco-; no puede hablar de otros.
-Querida mía -repuso Micawber con brusca seriedad-, no tengo ningún deseo de hablar
de otras personas. Sé demasiado bien que en los designios impenetrables del Fatum me
estabas destinada; que estabas reservada a un hombre destinado a llegar a ser, después de
largos combates, la víctima de dificultades pecuniarias complicadas. Comprendo tu
alusión, amiga mía. La siento, pero te la perdono.
-¡Micawber! -exclamó mistress Micawber llorando-. ¿He merecido que me trates así?
¡Yo que nunca te he abandonado, que no te abandonaré jamás!