-Me alegro mucho, Copperfield, de ver que usted y miss Murdstone se conocen de
antes.
-Míster Copperfield y yo -dijo miss Murdstone con severa compostura- nos conocemos
desde los días de su infancia. Las circunstancias nos han separado después, y yo no lo
habría reconocido.
Yo contesté que la habría reconocido en cualquier parte, y era verdad.
-Mis Murdstone ha tenido la bondad - me dijo míster Spenlow- de aceptar el oficio, si
puedo llamarlo así, de amiga de confianza de mi hija Dora. Mi hija tiene la desgra cia de
haber perdido a su madre, y miss Murdstone se dedica a acompañarla y protegerla.
Pensé que miss Murdstone, como esas pistolas de bolsillo que llaman « protectoras»,
estaba más hecha para atacar que para defender; pero aquella idea no hizo más que atravesar rápidamente por mi espíritu, como todas las que no se relacionaban con Dora, a
quien no dejaba de mirar; y me pareció ver en sus gestos monísimos, un poco tercos y caprichosos, que no estaba muy dispuesta a poner su confianza en aquella compañera y
protectora. Pero sonó una campana, y míster Spenlow dijo que era la primera llamada
para la comida, y me condujo a mi habitación por si quería arreglarme.
La idea de vestirme, de hacer algo, de moverme siquiera, en aquel estado de amor,
habría sido ridícula. No pude más que sentarme ante el fuego, con la llave del maletín en
la mano, y pensar en lo encantadora, en lo chiquilla, en los ojos brillantes que tenía la
deliciosa Dora. ¡Qué figura, qué rostro, qué gracia la de sus movimientos!
La campana sonó tan pronto, que apenas tuve tiempo de ponerme de cualquier modo el
traje. ¡Yo, que hubiera que rido poner especial cuidado en semejantes circunstancias! En
el comedor había algunas personas, y Dora hablaba con un caballero de cabellos blancos.
A pesar de la blancura de sus cabellos y de sus biznietos, él mismo confesaba que era
bisabuelo, estaba horriblemente celoso de él.
¡Qué estado de espíritu aquel en que estaba sumergido! ¡Sentía celos de todo el mundo!
No podía soportar la idea de que nadie conociese a míster Spenlow mejor que yo. Era una
tortura para mí el oír hablar de sucesos en los que yo no había tomado parte. A un señor
completamente calvo, de cabeza reluciente y muy amable, se le ocurrió preguntarme, a
través de la mesa, si era la primera vez que veía el jardín. En mi cólera feroz y salvaje, no
sé lo que habría hecho.
A los demás invitados no los recuerdo; sólo recuerdo a Dora. No tengo idea de lo que
comimos; sólo vi a Dora. Creo verdaderamente que me alimenté de Dora, pues re chacé
media docena de platos sin tocarlos. Estaba sentado a su lado, y le hablaba; ella tenía la
voz más dulce, la risa mas alegre, los movimientos más encantadores y más seductores
que hayan esclavizado nunca a un pobre muchacho loco. En ella todo era diminuto, y eso
me parecía que la hacía todavía más preciosa.
Cuando dejó el comedor con miss Murdstone (no había allí más señoras), caí en un
dulce ensueño, turbado sólo por la viva inquietud de que miss Murdstone le hablase mal
de mí. El señor amable y calvo me contó una larga historia de hor ticultura, según creo.
Me pareció que le oía repetir muchas veces «mi jardinero», y hacía como que le prestaba
la mayor atención; pero en realidad erraba durante aquel tiempo por el jardín del Edén
con Dora. Mis temores de ser perjudicado ante ella se reanudaron, cuando volvimos al
salón, al ver el rostro sombrío de miss Murdstone. Pero me tranquilicé de una manera
inesperada.
-David Copperfield -dijo miss Murdstone haciéndome una seña para que me acercara
con ella a una ventana-, ¡una palabra!
Me encontré frente a miss Murdstone.