Charles Dickens | Page 117

lugar hacia el cual habían tendido todos mis deseos, la visión que me animaba se desvaneció de pronto como un sueño y me encontré solo, desanimado y abatido. En primer lugar pregunté a unos barqueros si alguno de ellos conocía a mi tía, pero recibí muchas respuestas contradictorias. Uno me decía que vivía hacia el sur, cerca del faro, y que se había chamuscado los bigotes; otro que vivía en la parte fangosa de más allá del puerto y que sólo se la podía ver cuando estaba la marea baja; un tercero que estaba encerrada en la cárcel de Maidstone por ladrona de niños; un cuarto, por último, dijo que en la última galerna la había visto, montada en una escoba, camino de Calais. Los cocheros, a quienes me dirigí después, no fueron menos complacientes ni más respetuosos; en cuanto a los comerciantes, poco tranquilos por mi aspecto, me respondían, sin escucharme, que no podían darme nada. Entonces me sentí mucho más desgraciado y más abandonado que durante todo mi viaje. Ya no tenía nada de dinero ni nada que vender; sentía hambre y sed, estaba agotado, y me veía más lejos de mi fin que cuando estaba en Londres. Se me fue la mañana en las pesquisas y estaba sentado en los escalones de una tienda desalquilada, en el rincón de una calle, cerca de la plaza del Mercado, reflexionando en si debería tomar el camino de los pueblos de los alrededores, de los cuales me había hablado Peggotty, cuando de un coche de alquiler que pasaba se le cayó la manta al caballo. La recogí y la buena cara del cochero me animó a preguntarle, al devolvérsela, si sabría la dirección de miss Trotwood, aunque ya había hecho tantas veces sin éxito la pregunta que casi expiró en mis labios. -¿Trotwood? Yo conozco ese nombre. ¿Una señora vieja? -Sí, casi -respondí. -¿Muy tiesa? --continuó, enderezándose-. ¿Qué lleva un bolso donde podía caber toda la casa... y algo brusca, algo dura con la gente? El corazón me dejó de latir al reconocer la exactitud evidente de la descripción. -Pues bien; si subes por allí -y me señalaba con el lá tigo las alturas- y sigues derecho hasta llegar a las casas que dan al mar, creo que tendrás noticias suyas. Pero mi opinión es que no te dará gran cosa. Toma para ti un penique. Acepté el regalo con agradecimiento y compré pan, que me comí mientras tomaba el camino indicado. Anduve bastante tiempo antes de llegar a las casas que me había señalado; pero por fin las vi. Entré en una tiendecita donde vendían toda clase de cosas, preguntando si tendrían la bondad de decirme dónde vivía miss Trotwood. Me dirigí a un hombre que estaba detrás del mostrador pesando arroz para una muchacha; pero fue la muchacha quien contestó a mi pregunta, volviéndose con viveza. -¡Mi señora! -dijo-. ¿Para qué la quieres? -Necesito hablarle, si me hicieran el favor -dije. . -¿Quieres decir pedirle limosna? -replicó ella. -No, de verdad -dije. Después, dándome cuenta de pronto que en realidad no tenía otro objeto, enrojecí hasta las orejas y guardé silencio. La criada de mi tía (por lo menos supuse que lo era por sus palabras) guardó el arroz en su cesta y salió de la tienda diciéndome que podía seguirla si quería saber dónde vivía miss Trotwood. No me lo hice repetir, aunque había llegado a tal grado de terror y de consternación que no me sostenían las piernas. Seguí a la muchacha y pronto llegamos ante una preciosa casita adornada con miradores y con un pequeño jardín lleno de flores muy bien cuidadas que exhalaban un perfume delicioso. -Esta es la casa --dijo la muchacha-. Ya lo sabes, y es todo lo que tengo que decirte. Y se metió precipitadamente como para sacudirse toda la responsabilidad de mi visita. Yo me quedé de pie al lado de la verja mirando tristemente hacia las ventanas. Por una de