CANDÁS EN LA MEMORIA numero 3 NOVIEMBRE CANDÁS EN LA MEMORIA Noviembre | Page 12

EL HUNDIMIENTO DEL PESQUERO LA JOVEN REPÚBLICA (7 DE JULIO DE 1936) «El mar era imponente», recordaba el capitán. «Yo subí de nuevo a la cabina, que se desprendió al destrozarse el barco, y, golpeado y maltrata- do, sin fuerzas ya para resistir un minuto más, fui auxiliado por estos compañeros que me han traído a Santander», dijo con sufrimiento Fernández. Joaquín Fernández—cuarenta y nueve años—mandaba la lancha a vapor Joven República, cuando a las doce de la noche del martes día 7 partió con sus once hombres de tripulación del puertecito asturiano de Candás. Mar suave y cielo des- pejado. Y a unas cuantas millas de la costa, manadas de bonitos eran una prometedora esperanza. —Iba mi hijo con nosotros. Mi hijo Joaquín, de veintitrés años. La Joven República se había hecho una toilette escrupulo- sa, después de los largos meses de inacción. A bordo, la alegría de un puñado de mucha- chos valientes, que en la noche apacible parecían disponerse a practicar un deporte, y no la dura brega que horas más tarde habría de exigirles el máximo esfuerzo estéril, para acabar en el punto final de un remolino, hacia el abismo. —Toda la jornada fué buena—dice el patrón—. Consegui- mos embarcar hasta cincuenta y cinco bonitos, buenos ejemplares, que pesarían en total unos trescientos kilos. Era cosa de continuar la noche allí —estábamos a ocho horas de nave- gación, a la altura de Cabo Peñas —. Pero a la caída de la tarde, el horizonte comenzó a ace- lajarse y el viento tuvo cambios bruscos, que nada bueno hacían presagiar. La borrasca... Y en estos casos, no hay más remedio que abandonarlo todo y poner proa, a toda má- quina, a tierra. El mar tiene traiciones súbitas, y la galerna hace su aparición de repente y se presenta como si un cataclismo lo subvirtiera todo: cielo, mar y cosas, haciendo de todo ello un revoltijo informe. Comenzó la «danza» a las nueve. El viento ahora soplaba huracanado, con una violencia terrible. Venían ráfagas de todas direcciones, removiendo el mar hasta el fondo y lanzando olas como montañas —quince, veinte metros de altura—, que se desplomaban casi verticalmente. La Joven República, con otros vaporcitos también sor- prendidos por allí, se encontraba en el epicentro de la galerna. Así, bu Buerte dependía sola- mente de nuestra pericia... o de un milagro. En estos casos hay que abandonar la idea de huir. Hay que hacer frente a la mar, «mantener la proa al tiempo», esperar la ola que amenaza sepulta- mos, para burlarla, metiéndonos por ella como por un túnel para salir por el otro lado, a toda velocidad de las máquinas. Hay que tener buen pulso y esperar que los guardines del timón no se rompan, para que la mar no nos coja de través, porque ello es el fin... Y así estuvimos hasta la una de la madrugada. —¡Dios, qué angustia!... Joaquín Fernández no acierta a explicar con detalle «cómo fué aquello». —Sólo sé que a aquella ola se alzó ante nosotros « Una ola más grande, más impetuosa que todas las que habían pasado sobre el barco. En aquellos momentos yo me hallaba en el puente de mando, sujetando con fuerza, que duplicaba miansiedad, la rueda del timón. Mi hijo Joa- quín, en la escalera del rancho, v Miguel Alvarez, el patrón de costa, en la válvula del vapor, a un paso del puente. Los demás muchachos, en las bodegas, esperaban una señal mía, si la cosa empeo- raba. Aquella masa imponente de agua cayó sobre nosotros. Fué un golpe brutal, que nos aturdió. El barco saltó partido en mil pedazos... Todo salió por los aires, en la bolsa formada por el abismo: maderas rotas, hierros retorcidos, cordaje arran- cado de cuajo, pescado... ¡y los cuerpos de mis compañeros! Fué cosa de segundos... Yo no sé más. Sentí que me hundía en el remolino, confundido con todo aquello... Poco des- pués, ya había pasado la ola y me encontraba a flote, zarandeado brutalmente, procurando nadar con desesperación para alcanzar el púlpito del mando, al que me aferré con todas mis fuerzas. No había oído ni un grito, porque aquello ocurrió en un cerrar y abrir de ojos... ¡Y mi hijo, mi Joaquín, había desaparecido también! 12