Tienes tanto dolor ahí arriba encaramado que si pudieras
abrazar el mundo, moriría ahogado en un susurro.
Te incorporas suavemente y miras hacia el frente. Levantas
la barbilla replegada sobre tu pecho y piensas: "si ahora cae mi
cuerpo, cae un cuerpo sin nombre, sin patria, sin sentido, sin
identidad; indefinido. Se precipitaría un bulto y se sumergiría en
la profunda indiferencia del mundo."
Y ese aguijón, que se hunde cada vez con más ganas en tu
cuerpo. Y esas gotas de sangre, que se deslizan por tu pantalón,
por tus muslos y recorren los miles de caminos de alambre fino y
frío de ese vallado. Sin dirección, sin sentido. Se resbalan, se
descuelgan y quedan suspendidas, un segundo, hasta golpear con
rabia y sin precisión el mullido suelo.
¡ Y tienes tanto miedo ahí subido! Con esos ruidos que la
noche amplifica, con esos ecos que reverberan en el espacio
infinito de tu oscuridad, que tiemblas como cuando te besan, como
cuando te rozan con un dedo tus carnosos labios. Un escalofrío te
recorre por dentro y por fuera, todo tu ser estremecido.
Y en la soledad absoluta de una noche sin fin tienes la
certeza de no conseguir tu propósito. El otro lado de la alambrada
está tan lejano de ti como esos puntos de luz que tu cansada vista
vislumbra en la inmensidad de la noche.
Y esa certeza se te clava más profundamente que las púas de
la alambrada. La verdad duele. Duele muy dentro y se expande
por todos los recovecos de tu cuerpo. Y tu cuerpo convulsiona
entre espasmos angustiosos de lágrimas secas.
Tu cuerpo lacerado, exhausto y expuesto. Tu cabello crespo,
tus brazos alargados cubriendo tu delgado cuerpo... La camisa
rasgada y los pantalones destrozados, tus piernas magulladas en
un esfuerza vano. Tu sangre, tu sangre caída en ningún lugar y
en ninguna parte vertida.