book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 54

Capítulo 8 Hago una promesa arriesgada Blackjack me llevó volando a la playa, lo cual, debo reconocerlo, es siempre una pasada. Montar en un caballo alado, pasar rozando las olas a ciento ochenta por hora con el viento alborotándote el pelo y la espuma rociándote la cara… Bueno, es una sensación que le da cien vueltas al esquí acuático. «Aquí es. —Blackjack redujo la velocidad y descendió en círculos—. Al fondo, en línea recta.» —Gracias. —Me deslicé del lomo y me sumergí en el mar helado. En los dos últimos años me había acostumbrado a esta clase de acrobacias. Ahora ya era capaz de moverme a mis anchas bajo el agua, simplemente ordenando a las corrientes que se concentraran a mi alrededor y me propulsaran hacia delante. Podía respirar sin problemas en el agua y la ropa no se me mojaba si yo no quería. Me lancé hacia las profundidades. Seis, nueve, doce metros. La presión no me molestaba. No sabía si también habría un límite de profundidad para mí; nunca había hecho la prueba. Sabía que los seres humanos normales no podían descender más allá de los sesenta metros sin quedar aplastados como una lata de aluminio. A aquellas profundidades, y en plena noche, no era posible ver nada, pero percibía el calor de los seres vivos y la temperatura de las corrientes. Es algo difícil de describir. No es como la visión normal, pero me permite localizar cada cosa. Al acercarme al fondo, vi a tres hipocampos —caballitos de mar— nadando en círculos alrededor de un barco volcado. Eran preciosos. En sus colas, de un brillo fosforescente, tremolaban los colores del arco iris. Los tres tenían crines blancas y galopaban por el agua igual que un caballo nervioso en medio de una tormenta. Algo los inquietaba. Me aproximé y vi de qué se trataba. Había una forma oscura —algún animal— atascada bajo el barco en una red: una de esas grandes redes que usan los pesqueros de arrastre para llevárselo todo a la vez. Yo aborrecía aquel tipo de artilugios. Ya era bastante horrible que ahogaran a las marsopas y los delfines. Pero es que además acababan atrapando en ocasiones a criaturas mitológicas. Cuando las redes se enganchaban, siempre había algún pescador perezoso que las cortaba, dejando morir a las presas que habían quedado atrapadas. La pobre criatura, por lo visto, había estado deambulando por el fondo del estuario Long Island Sound y se había enganchado en las redes de aquel barco de pesca hundido. Al intentar liberarse, había desplazado el barco y se había quedado aún más atascada. Ahora los restos del casco, que se apoyaban en una gran roca, habían empezado a balancearse y amenazaban con desmoronarse sobre el animal. Los hipocampos nadaban en círculos de un modo frenético, con el deseo de ayudar, aunque sin saber muy bien cómo. Uno de ellos se había puesto a mordisquear la red, pero sus dientes no estaban preparados para eso. Aunque poseen un gran vigor, los hipocampos no tienen manos ni son muy inteligentes. «¡Ayuda, señor!», dijo uno nada más verme. Los otros se sumaron a su petición. Avancé nadando para echarle una mirada de cerca a la criatura atrapada. Primero pensé que era un joven hipocampo. Ya había rescatado a más de uno en el pasado. Pero entonces oí un sonido extraño, nada propio de la vida submarina: —¡Muuuuuu! Me acerqué más y vi que era una vaca. A ver, yo había oído hablar de vacas marinas, como los manatíes y demás, pero aquélla era una vaca de verdad, sólo que con los cuartos traseros de una serpiente. Por delante era una ternera: un bebé con el pelaje negro, con unos grandes ojos tristes y el hocico blanco; y por detrás tenía una cola negra y marrón con aletas en el lomo y el vientre, igual que una anguila gigante.