book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 52
El hombre de las tinieblas se echaba a reír entre dientes.
—Eres tan previsible como fácil de vencer, Artemisa.
—Me tomaste por sorpresa —decía ella, tensándose bajo su carga—. No volverá a suceder.
—Desde luego que no —replicaba él—. ¡Te hemos retirado de circulación para siempre! Sabía que no
podrías resistir la tentación de ayudar a una joven doncella. Es tu especialidad, al fin y al cabo, querida.
Artemisa profería un quejido.
—Tú no conoces la compasión, maldito puerco.
—En eso —respondía el hombre— estamos de acuerdo. Luke, ya puedes matar a la chica.
—¡No! —gritaba Artemisa.
Luke titubeaba.
—Aún puede sernos útil, señor. Como cebo.
—¡Bah! ¿Lo crees de veras?
—Sí, General. Vendrán a buscarla. Estoy seguro.
El hombre de las tinieblas hacía una pausa.
—En ese caso, las dracaenae pueden encargarse de vigilarla. Suponiendo que no muera de sus heridas,
puedes mantenerla viva hasta el solsticio de invierno. Después, si nuestro sacrificio sale como hemos
previsto, su vida será insignificante. Las vidas de todos los mortales serán insignificantes.
Luke recogía el cuerpo desfallecido de Annabeth y se lo llevaba en brazos.
—Nunca encontraréis al monstruo que estáis buscando —decía Artemisa—. Vuestro plan fracasará.
—No tienes ni la menor idea, mi joven diosa —respondía el hombre—. Ahora mismo, tus queridas
cazadoras salen en tu busca. Ellas vienen sin saberlo a hacerme el juego. Y ahora, si nos disculpas,
tenemos un largo viaje por delante. Hemos de prepararles un buen recibimiento a tus cazadoras y
asegurarnos de que su búsqueda es… un auténtico reto.
Su carcajada resonaba en la oscuridad, haciendo temblar el suelo como si el techo entero de la caverna
fuera a venirse abajo.
Desperté con un sobresalto, seguro de haber oído unos golpes.
Miré alrededor. Fuera aún estaba oscuro. La fuente de agua salada continuaba gorgoteando. No se oía
nada más, salvo el chillido de una lechuza en el bosque y el murmullo apagado de las olas en la playa.
A la luz de la luna, vi sobre la mesita de noche la gorra de los Yankees de Annabeth. La miré un
instante. Y entonces volvió a sonar: ¡Pom! ¡Pom!
Alguien (o algo) aporreaba la puerta.
Eché mano de Contracorriente y salté de la cama.
—¿Sí? —dije.
¡Pom! ¡Pom!
Me acerqué sigilosamente a la puerta, destapé el bolígrafo, abrí de golpe y… me encontré cara a cara
con un pegaso negro.
«¡Cuidado, jefe!» Su voz resonó en mi mente mientras sus cascos retrocedían ante el brillo de mi
espada. «¡No quiero convertirme en un pincho de carne!»
Extendió alarmado sus alas negras y la ráfaga de aire me echó hacia atrás.
—¡Blackjack! —exclamé con alivio, aunque algo enfadado—. ¡Estamos en plena noche!
Blackjack resopló.
«De eso nada, jefe. Son las cinco. ¿Para qué sigue durmiendo todavía?»
—¿Cuántas veces he de decírtelo? No me llames jefe.
«Como quiera, jefe. Usted manda. Usted es la autoridad suprema.»
Me restregué los ojos y procuré que el pegaso no me leyera el pensamiento. Ese es el problema de ser
hijo de Poseidón: como él creó a los caballos con la espuma del mar, yo entiendo a casi todas las
criaturas ecuestres, pero ellas también me entienden a mí. Y a veces, como en el caso de Blackjack,
tienen tendencia a adoptarme.