book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 50
—Quirón, tú sabes en qué consiste esta maldición del titán, ¿verdad?
Su rostro se ensombreció. Hizo una garra con tres dedos sobre su corazón y la desplazó hacia fuera,
como si apartara algo de sí: un gesto antiguo para ahuyentar los males.
—Esperemos que la profecía no signifique lo que pienso. Bien, Percy, buenas noches. Ya llegará tu
hora. De eso estoy convencido. No hace falta precipitarse.
Había dicho «tu hora», igual que hace la gente cuando se refiere a «tu muerte». No sabía si lo había
dicho en ese sentido, pero viendo su expresión preferí no preguntar.
***
Permanecí junto a la fuente de agua salada, manoseando la moneda que Quirón me había dado y
tratando de imaginar qué iba a decirle a mamá. La verdad era que no me apetecía oír a otro adulto
explicándome que no hacer nada era lo mejor que podía hacer. Pero, por otra parte, pensé que mi madre
se merecía que la pusiera al corriente de todo.
Finalmente, respiré hondo y arrojé la moneda.
—Oh, diosa, acepta mi ofrenda.
La niebla tembló. Con la luz del baño bastaba para formar un tenue arco iris.
—Muéstrame a Sally Jackson —pedí—. En el Upper East Side, Manhattan.
Entonces en la niebla se dibujó una escena inesperada. Mi madre estaba sentada a la mesa de la cocina
con… con un tipo. Y se desgañitaban de risa. Había un montón de libros de texto entre los dos. El
hombre tendría, no sé, treinta y pico. Llevaba el pelo entrecano bastante largo y vestía chaqueta marrón
y camiseta negra. Tenía pinta de actor: la clase de tipo que interpreta a un agente secreto en la tele.
Me quedé demasiado estupefacto para articular palabra. Por suerte, ellos estaban muy ocupados
riéndose para reparar en el mensaje Iris.
—Eres la monda, Sally —dijo el tipo—. ¿Quieres más vino?
—Uy, no debería. Sírvete tú si quieres.
—Antes será mejor que vaya al cuarto de baño. ¿Puedo?
—Al fondo del pasillo —le indicó ella, conteniendo la risa.
El actorcillo sonrió, se levantó y salió de la cocina.
—¡Mamá! —dije.
Ella dio un respingo tan brusco que poco le faltó para derribar los libros. Finalmente, me vio.
—¡Percy, cariño! ¿Va todo bien?
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.
Ella pestañeó.
—Los deberes —contestó. Y entonces pareció comprender mi expresión—. Ah, cariño… Es Paul,
digo… el señor Blofis. Está en mi taller de escritura.
—¿El señor Besugoflis?
—Blofis. Volverá en un minuto. Cuéntame qué pasa.
Siempre que ocurría algo, ella lo adivinaba en el acto. Le conté lo de Annabeth. También lo demás,
claro, pero sobre todo le hablé de Annabeth.
Mi madre contuvo las lágrimas, y lo hizo por mí.
—Oh, Percy…
—Ya. Y todos me dicen que no puedo hacer nada. Así que voy a volver a casa.
Ella empezó a juguetear con el lápiz.
—Percy, por muchas ganas que tenga de verte —dijo con un suspiro, como arrepintiéndose ya de lo
que me estaba diciendo—, por mucho que desee que permanezcas a salvo, quiero que comprendas una
cosa: has de hacer lo que tú creas que debes hacer.
Me la quedé mirando.
—¿Qué quieres decir?