book Percy Jackson y La Maldicion del Titan | Page 5
—¿Qué ocurre, señor Underwood? —dijo el profesor. Era evidente que Grover le caía fatal—. ¿Y qué
significa eso de que han venido? Estos alumnos viven aquí.
Grover tragó saliva.
—Claro, doctor Espino. Iba a decirles que han venido… de perlas sus consejos para hacer el ponche.
¡La receta es suya!
Espino nos observó atentamente. Llegué a la conclusión de que uno de los dos ojos tenía que ser
postizo. ¿El castaño? ¿El azul? Daba la impresión de querer despeñarnos desde la torre más alta del
castillo, pero la señorita Latiza dijo entonces con aspecto de funámbula:
—Cierto. El ponche es excelente. Y ahora, andando todos. No volváis a salir del gimnasio.
No tuvo que repetirlo. Nos retiramos con mucho «sí, señora» y «sí, señor» y saludándolos al estilo
militar. Nos pareció lo más adecuado allí.
Grover nos arrastró hacia el extremo del vestíbulo donde sonaba la música. Notaba los ojos de los
profesores clavados en mi espalda, pero me acerqué a Thalia y le pregunté en voz baja:
—Eso que has hecho chasqueando los dedos, ¿dónde lo aprendiste?
—¿La Niebla? ¿Quirón no te lo ha enseñado?
Se me hizo un nudo en la garganta. Quirón era el director de actividades del campamento, pero nunca
me había enseñado nada parecido. ¿Por qué a Thalia sí?
Grover nos condujo deprisa hasta una puerta que tenía tres letras en el vidrio: GIM. Incluso un
disléxico como yo podía leerlo.
—¡Por los pelos! —dijo—. ¡Gracias a los dioses habéis llegado!
Annabeth y Thalia lo abrazaron. Yo le choqué esos cinco.
Me alegraba verlo después de tantos meses. Estaba algo más alto y le habían salido unos cuantos pelos
más en la barbita, pero, aparte de eso, tenía el aspecto que tiene siempre cuando se hace pasar por
humano: una gorra roja sobre el pelo castaño y ensortijado para tapar sus cuernos de cabra, y unos
téjanos holgados y unas zapatillas con relleno para disimular sus pezuñas y sus peludos cuartos
traseros. Llevaba una camiseta negra que me costó unos instantes leer. Ponía: «Westover Hall Novato.»
—Bueno, ¿y qué era esa cosa tan urgente? —le pregunté.
Grover respiró hondo.
—He encontrado dos.
—¿Dos mestizos? —dijo Thalia, sorprendida—. ¿Aquí?
Grover asintió.
Encontrar un solo mestizo ya era bastante raro. Aquel año Quirón había obligado a los sátiros a hacer
horas extras, mandándolos por todo el país a hacer batidas en las escuelas (desde cuarto curso hasta
secundaria) en busca de posibles reclutas. Corrían tiempos difíciles, por no decir desesperados.
Estábamos perdiendo campistas y necesitábamos a todos los nuevos guerreros que pudiésemos
encontrar. El problema era que tampoco había por ahí tantos semidioses sueltos.
—Dos hermanos: un chico y una chica —aclaró—. De diez y doce años. Desconozco su ascendencia,
pero son muy fuertes. Además, se nos acaba el tiempo. Necesito ayuda.
—¿Hay monstruos?
—Uno —dijo Grover, nervioso—. Y creo que ya sospecha algo. Aún no está seguro de que sean
mestizos, pero hoy es el último día del trimestre y no los dejará salir del campus sin averiguarlo. ¡Quizá
sea nuestra última oportunidad! Cada vez que trato de acercarme a ellos, él se pone en medio,
cerrándome el paso. ¡Ya no sé qué hacer!
Grover miró a Thalia, ansioso. Yo procuré no ofenderme. El recurría a mí normalmente, pero Thalia era
más veterana y eso le daba ciertas prerrogativas. No sólo por ser hija de Zeus, sino también porque
tenía más experiencia que nadie a la hora de combatir con monstruos.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Esos presuntos mestizos están en el baile?
Grover asintió.