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a a noche ha caído como una mano
silenciosa que promete una caricia
y luego, imprevista, se cierra y golpea como un puño.
El hombre sentado en su sillón de pana, abre los ojos. Descubre su sala enorme decorada en estilo francés, que huele a limpio, a frescura de
la primera vez. Por la ventana observa las luces de la ciudad que se han encendido de pronto para él, que han aparecido sorpresivamente sujetas a la quietud de sus pensamientos.
¿Se ha quedado dormido? Trata de recordar. No. Si hay algo en lo que no puede caer esta noche es en la gracia del sueño.
Hace días que no duerme, aunque su cuerpo y su mente hayan perdido por momentos la condición de reconocerse y hayan adoptado esa postura de descanso donde se confunden tan bien la armonía y la desesperación.
Detrás de la ventana y desde la altura de un décimo piso, la ciudad es un animal que respira el aire donde se condensa el aliento de tanta gente, la solitaria multitud. Muchos estarán en sus hogares, sonriendo, sumidos en la sombra cotidiana que tanto se parece a la dicha. Otros deambularán por calles anónimas, envueltos en la laxa y pálida costumbre de buscar lo que no existe.
El hombre se pone de pie y camina despacio hacia su dormitorio. Sus ojos abandonan el paisaje nocturno que lo ha invadido por un instante en esa melancolía poética que tienen a veces las ciudades dormidas. Lo ha decidido. No es que la idea lo asalte con la sorpresa de un relámpago. La decisión se impuso cuando regresó a su casa aquella tarde, luego de ver a su mujer salir de aquel hotelito de mala muerte, oculta detrás de sus anteojos oscuros y con el
cuello levantado de un abrigo que no usa hace años. El acompañante que iba con ella del brazo y abrió la puerta del taxi frente a la entrada del local para despedirla con un beso rápido, es un amigo de ambos. La situación fue inesperada y común, de un patetismo tan absurdo que ni siquiera en las malas novelas producen asombro. Ahora, en este instante, recordarla le provoca una sonrisa fría. Quizás saber que ha tomado una decisión cambia la triste perspectiva.
Palpa en el bolsillo interior del saco el peso del revólver y siente su consistencia detrás de la suave tela. Es casi imposible asumir su poder, su capacidad de romper el hilo suave que sostiene una vida. Sin embargo, no es más oscuro que un automóvil fuera de control, que un coágulo de sangre obstruyendo una vena, que un cable de electricidad asomado por descuido en una instalación o un rayo entre las nubes de una tormenta.
Atraviesa la sala, más silencioso que un fantasma. Abre la puerta del amplio dormitorio donde una mujer duerme su naturaleza es de absoluta inocencia, esa magia de olvido que otorga el sueño. Es extraño, piensa el hombre, el modo en que el mundo se transfigura de repente, como quien apaga de un soplo la tenue llama de un fósforo.
La noche se hace brusca, cae en el pozo de la fatalidad. El disparo estalla, desata el breve cataclismo. Ella se despierta de un golpe, sin comprender, solamente para ver el cuerpo que se ha derrumbado sobre el suyo con la cabeza ardiendo de sangre.
MÁS OSCURO QUE LA NOCHE
L
Cuento
por Eduardo Chaves