Miradas
* 5
Asignatura pendiente
legué a la primera clase de tango con una sensación de asignatura pendiente, una deuda que tenía conmigo misma desde hacía rato.
Un par de zapatos rojos con taco que había encontrado en mi placard era el único pasaporte al mundo del tango que tenía por entonces. Las explicaciones de los profesores, las caminatas con el torso erguido, los pies acariciando el piso, el cambio de peso, el buscado equilibrio, el abrazo… ¡era mucho de golpe! Salí dudando: ¿podré?
¡Volví! Y fueron muchas las clases. Claro que con los zapatos adecuados y el vestuario indicado, en cada encuentro pude celebrar un logro: una figura nueva, un adorno diferente, un dejarme llevar por un hombre que cambiaba cada tres o cuatro minutos. Y fui sintiendo en el cuerpo que era necesario fusionarse con el compañero para poder fluir con nuestra música. Aprendí a esperar la marca que, cuando es precisa, es una verdadera fiesta. Aprendí también a confiar y a disfrutar.
Después de dos años de clases y prácticas comencé a ir a las milongas. Descubrir el código que guardan estos salones porteños fue como descifrar un mensaje secreto: el cabeceo, no pararse antes de tiempo (más de una vez la invitación a bailar no fue para mí), la mirada puntual y ligera de las mujeres, los imprescindibles abanicos, las pastillas de menta.
Hoy cuando entro a una milonga siento que ingreso en una película de ésas que cuentan historias felices,
L
donde el baile no cesa, ni la música, ni el misterio. Y ese es el punto: el misterio que guarda esta danza a la que, cuando se la prueba como a un dulce, no se puede abandonar. Y qué suerte que sea así. ¡Qué suerte! Que aunque sea lunes o miércoles podamos ponernos lindos para ir a bailar, y llegar a los salones en los que siempre es de noche, y allí abrazarnos para a volar sin despegarnos del piso. Y eso, señoras y señores, sólo se logra bailando tango.
por Vivi García