¡BASTA YA! COLOMBIA: MEMORIAS DE GUERRA Y DIGNIDAD | Page 109

INFORME GENERAL Centro Nacional de Memoria Histórica
allí se mentaba que los paramilitares y todo el mundo a correr, peor que si llegara el diablo, eso era peor, yo creo que el diablo va solamente por el que necesita. 171
El peso de la amenaza dentro de los repertorios de violencia paramilitar se evidencia con su alta prevalencia durante el proceso de desmovilización parcial y rearme en el periodo 2005-2012. Ciertamente, el decrecimiento de las distintas modalidades de violencia fue compensado por los nuevos grupos con la explotación de la reputación de violencia. A través de las amenazas, los asesinatos selectivos y la sevicia, los paramilitares mantuvieron un imaginario del terror funcional para estabilizar su control en la nueva etapa de la guerra.
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Colombia ha vivido más de medio siglo de violencia continua, aunque con intensidad variable. Esa longevidad del conflicto da cuenta de la transformación de los actores involucrados, de las estrategias y de las formas de conducir la guerra, factores que, combinados, inciden de modo directo en los grados y modalidades de victimización.
La guerra colombiana no es una guerra de combatientes. En sus modalidades y dinámicas ha venido generando lo que podríamos llamar un proceso de externalización de sus impactos, en el sentido en que afecta crecientemente a la población civil. Tampoco es una guerra limpia o, al menos, regulada. La prolongación y degradación de la violencia empleada por los actores armados rompen los límites éticos y normativos de la guerra, y ponen al descubierto uno de los rasgos característicos del conflicto colombiano: la tendencia a la indiscriminación de sus métodos y de sus blancos. Al respecto, piénsese en el uso de minas antipersonal y en las secuelas de los atentados terroristas.
Así mismo, la violencia en nuestro país ha involucrado a sectores de la población que en el imaginario de la guerra estaban tradicionalmente por fuera de la contienda armada, como los niños y niñas, las mujeres y los adultos mayores, a quienes hoy se les recluta, viola o secuestra.
Otro factor en juego es el envilecimiento de la guerra, asociado a la construcción de reputaciones guerreras en medio de un prolongado conflicto. La exhibición de una mayor dosis de terror y de una mayor brutalidad es una conducta estratégicamente dirigida a neutralizar apoyos de los adversarios, a paralizar la movilización social, a silenciar a los testigos. Más aún, las acciones de violencia de tipo colectivo, como las masacres, al igual que prácticas de crueldad como la sevicia y la desaparición forzada, apuntan calculadamente a la prolongación del sufrimiento no solo individual, sino también comunitario.
Es esta la guerra que muchos colombianos no han visto pero que se vive cotidianamente en la marginalidad de las zonas rurales, en medio de un país en proceso de acelerada urbanización que no pudo ver o que quizás optó por ver solo lo que le era próximo y más llamativo. En este sentido, la nuestra es una violencia con mucho impacto en lo local y lo regional, pero con muy poca resonancia en lo nacional. A eso quizás se deban la sensación generalizada de habituación al conflicto y la limitada movilización ciudadana por el fin de la guerra.
Estos múltiples rostros de la violencia ponen a relucir los enormes desafíos que enfrentan las iniciativas de memoria de las víctimas y la acción sostenida de las organizaciones de derechos humanos. Para entender mejor este entramado de formas de violencia y las abrumadoras magnitudes que ha alcanzado, es preciso rastrear sus orígenes, sus contextos y sus transformaciones.
171. gmh, San Carlos, 121
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