A SANGRE FRIA | Page 80

Una tarde de diciembre Paul Helm podaba aquel recuadro de miscelánea floral que había dado a Bonnie Clutter derecho a ser socia del Círculo de Plantas y Jardines de Garden City. Era una melancólica tarea porque le recordaba otra tarde en que había hecho lo mismo. Aquel día en que Kenyon fue a ayudarle y resultó ser la última vez que lo vio con vida. A Kenyon, a Nancy y a todos. Las semanas transcurridas desde entonces no habían sido fáciles para Helm. Andaba «mal de salud» (peor de lo que pensaba, ya que le quedaban cuatro meses de vida) y estaba preocupado por muchas cosas a la vez. Su trabajo, por nombrar una. Se preguntaba si el empleo le duraría mucho. Nadie parecía saberlo con certeza pero tenía entendido que las «niñas», Beverly y Eveanna, tenían intención de vender la propiedad..., aunque había oído que uno de los parroquianos decía en el café: -Nadie va a comprarles la finca, por lo menos hasta que el misterio se aclare. No «hacía ningún bien» pensarlo..., imaginar allí extraños cultivando «nuestra tierra». A Helm le dolía, sufría por la memoria de Herb. El solía decir que aquel lugar «siempre debía ser para un hombre de su familia». En cierta ocasión, Herb le había dicho: -Espero que aquí habrá siempre un Clutter y también un Helm. Sólo había transcurrido un año desde que Herb había pronunciado aquella frase. ¿Y qué iba a hacer ahora él, Señor, si la propiedad se vendía? Se sentía «demasiado viejo para tratar de encajar en un lugar diferente». Pero aún necesitaba trabajar y, además, quería hacerlo. No era de la clase de personas que se quitan los zapatos y se quedan acurrucados junto a la estufa. También era cierto que ahora estarse en la finca le tenía intranquilo: la casa cerrada, el caballo de Nancy que vagaba perdido por los campos, el dulzón aroma de las manzanas que, desprendidas, iban pudriéndose bajo los manzanos y la ausencia casi total de ruidos... Kenyon que llamaba a Nancy al teléfono, el silbido de Herb, su alegre «Buenos días, Paul». El y Herb se «entendían maravillosamente»... nunca se cruzó una palabra brusca entre ellos. ¿Por qué, entonces, los hombres del sheriff seguían interrogándole? ¿Es que pensaban que tenía algo que ocultar? Quizá no debió mencionar nunca a aquellos mexicanos. Le había referido a Al Dewey que, a eso de las cuatro del sábado 14 de noviembre, el día de los asesinatos, un par de mexicanos, uno con bigote y el otro con marcas de viruela, se habían presentado en la finca River Valley. El señor Helm los había visto llamar a la puerta «del despacho», luego vio salir a Herb y hablar con ellos en el prado del césped y, aproximadamente diez minutos después, observó que los forasteros «enfurruñados» se alejaban. El señor Helm supuso que habrían venido en busca de trabajo y que les habían dicho que no lo había. Desgraciadamente, aunque le hicieron repetir muchas veces su versión de los acontecimientos de aquel día, no habló del incidente hasta dos semanas después porque, según le explicó a Dewey, simplemente, acababa de recordarlo. Pero Dewey y alguno de los otros investigadores parecían no creer su versión y se comportaban como si fuera una historia que se había inventado para confundirles. Preferían creer a Bob Johnson, el agente de seguros, que se pasó toda la tarde del sábado hablando con el señor Clutter en el despacho de éste y que decía estar «positivamente seguro» de que desde las dos hasta las seis y diez, él había sido la única visita de Herb. El señor Helm se mostraba igualmente rotundo: mexicanos, un bigote, marcas de viruela, las cuatro de la tarde. Herb les hubiera dicho que él decía la verdad, les hubiese convencido de que él, Paul Helm, era un hombre que «rezaba sus oraciones y se ganaba su pan». Pero Herb se había ido para siempre. Para siempre. Y Bonnie también. La ventana de su habitación daba al jardín y a veces, generalmente cuando «pasaba por un mal momento», el señor Helm la había visto allí, durante largas horas, contemplando el jardín, como si lo que viese le encantara. («Cuando era niña -le dijo una vez a una amiga- creía firmemente que los árboles y las flores eran como los pájaros o las personas. Que pensaban cosas y hablaban entre sí. Y que nosotros podíamos 80