serenos un poco soñolientos. Hubo un tiempo en que Dick creyó poder controlar, poder
regular la temperatura de aquellas súbitas fiebres heladas que daban sudores y escalofríos a su
amigo. Se había equivocado y la consecuencia del descubrimiento fue sentirse inseguro con
Perry, del todo desorientado. En realidad lo natural era que le tuviera miedo y no acertaba a
adivinar por qué no se lo tenía.
-Muy dentro de mí -prosiguió Perry-, en lo más profundo, nunca creí que podría
hacerlo. Una cosa así.
-Y aquel negro, ¿qué? -comentó Dick.
Silencio. Dick se dio cuenta de que Perry se había quedado mirándole-. Hacía una
semana que, en Kansas City, Perry se había comprado unas gafas oscuras de última moda con
varillas plateadas y cristales espejados. A Dick no le gustaban. Le había dicho a Perry que le
daba vergüenza que le vieran «con alguien que llevaba semejante pijotería». En realidad, lo
que le irritaba eran los cristales espejados: no resultaba muy tranquilizador tener los ojos de
Perry escondidos tras el misterio de aquellas superficies coloreadas y reflectoras.
-Pero con un negro -respondió Perry- es distinto.
Aquel comentario, la reluctancia con que había sido pronunciado, hizo que Dick
preguntara:
-¿O es que no lo mataste? ¿O no fue como me dijiste?
Era una pregunta importante porque su interés en Perry, su valoración de las
características y posibilidades de Perry, tuvieron origen en esa historia que un día le contó de
cómo se cargó a un negro, dándole golpes hasta dejarlo tieso.
-Pues claro que lo maté. Sólo que... un negro no es lo mismo. -Luego añadió-: ¿Sabes lo
que me roe el cerebro? ¿De lo otro? Que no me lo creo..., que no creo que nadie pueda salirse
con tanta facilidad de una cosa así. Porque no veo cómo puede ser. Hacer lo que hicimos. Y
tener la seguridad cien por cien de que no va a pasarnos nada. Eso es lo que me pudre la
sangre..., que no me puedo quitar de la cabeza que va a pasarnos algo.
Aunque de niño había frecuentado la iglesia, Dick no se había inclinado nunca a creer
en Dios ni se dejaba turbar por supersticiones. A diferencia de Perry, no tenía la certeza de
que un espejo roto significara siete años de mala suerte, ni que contemplar la luna nueva a
través de un cristal presagiara desgracias. Pero Perry, con sus agudas e irritantes intuiciones,
había dado de lleno en una de las recurrentes dudas de Dick. También Dick pasaba por
momentos en que aquella pregunta le daba vueltas por la cabeza: ¿Será posible..., serían ellos
dos capaces «ante Dios, de salir con bien de una cosa como ésa»? De pronto le dijo a Perry:
-Y ahora basta. Cállate.
Inmediatamente puso el motor en marcha y sacó el coche del promontorio dando
marcha atrás. Frente a él, en la polvorienta carretera, vio un perro que trotaba bajo el cálido
sol.
Montañas. Gavilanes revoloteando en un cielo blanco.
Cuando Perry le preguntó a Dick: «¿Sabes qué estoy pensando?», sabía que iniciaba una
conversación que a Dick iba a gustarle muy poco y que por esa razón él mismo hubiera
preferido evitar. Estaba de acuerdo con Dick: ¿Por qué seguir hablando de ello? Pero no
siempre lograba reprimirse. Tenía lapsus de debilidad, momentos en que «recordaba cosas»
(una luz azulada que explotaba en una habitación oscura, los ojos de cristal de un oso de
peluche), en que unas voces, ciertas palabras empezaban a darle vueltas por la cabeza («¡Oh,
no! ¡Oh, se lo ruego! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo haga! ¡Oh, se lo ruego, no lo haga, se
lo ruego!»), volvía a oír ciertos ruidos (un dólar de plata rodando por el suelo, el pisar de unas
72