los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los
raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí.
Los habitantes del pueblo -doscientos setenta- estaban satisfechos de que así fuera, contentos
de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a
los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de
esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes
interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb... con la activa histeria de los
coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del
silbido de las locomotoras. En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido...
cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del
pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche,
descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que
encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron
extrañamente, como si no se conocieran.
El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho
años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabía que
estaba en excelentes condiciones físicas. Aunque llevaba gafas sin montura y era de estatura
mediana -algo menos de un metro setenta y cinco- el señor Clutter tenía un aspecto muy
masculino. Sus hombros eran anchos, sus cabellos conservaban el color oscuro, su cara, de
mandíbula cuadrada, había guardado un color juvenil y sus dientes, blancos y tan fuertes
como para partir nueces, estaban intactos. Pesaba setenta y seis kilos... lo mismo que el día en
que se había licenciado en la Universidad Estatal de Kansas terminando sus estudios de
agricultura. No era tan rico como el hombre más rico de Holcomb... el señor Taylor Jones,
propietario de la finca vecina. Pero era el ciudadano más conocido de la comunidad,
prominente allí y en Garden City, capital del condado, donde había encabezado el comité para
construir la nueva iglesia metodista, un edificio que había costado ochocientos mil dólares. En
ese momento era presidente de la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y su
nombre se citaba con respeto entre los labradores del Medio Oeste, así como en ciertos
despachos de Washington, donde había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas
durante la administración de Eisenhower.
Seguro de lo que quería de la vida, el señor Clutter lo había obtenido, en buena medida.
En la mano izquierda, en lo que quedaba de un dedo aplastado por una máquina, llevaba un
anillo de oro, símbolo, desde hacía un cuarto de siglo, de su boda con la mujer con quien
había deseado casarse: la hermana de un compañero de estudios, una chica tímida, piadosa y
delicada llamada Bonnie Fox, tres años menor que él. Bonnie le había dado cuatro hijos: tres
niñas y después un varón. La hija mayor, Eveanna, casada y madre de un niño de diez meses,
vivía al norte de Illinois, pero iba con mucha frecuencia a Holcomb. Precisamente, estaban
esperando que llegara con su familia dentro de la quincena que faltaba para el Día de Acción
de Gracias, ya que sus padres estaban planeando reunir a todo el clan Clutter (originario de
Alemania; el primer emigrante Clutter -o Klotter como lo escribían entonces- había llegado en
1880). Habían invitado a unos cincuenta parientes, algunos de los cuales vendrían de lugares
tan lejanos como Palatka, Florida. Tampoco Beverly, la segunda hija, vivía ya en la granja;
estaba en Kansas City, Kansas, cursando estudios de enfermería. Beverly estaba prometida
con un joven estudiante de biología, que su padre apreciaba mucho; las invitaciones para la
boda, que se realizaría en Navidad, ya estaban impresas. Eso dejaba en casa al varón, Kenyon,
que a los quince años ya era más alto que su padre y a una hermana un año mayor... la
mimada del pueblo, Nancy.
Con respecto a su familia, Clutter sólo tenía un motivo de preocupación; la salud de su
mujer. Era «nerviosa», tenía sus «rachas»; ésos eran los términos en que la describían quienes
la querían. Y no es que «los problemas de la pobre Bonnie» fueran un secreto; todos sabían
6