Aquel lunes, el 16 de noviembre de 1959, en los altos trigales de la Kansas occidental,
hizo otra magnífica jornada de la temporada del faisán -un maravilloso día de cielo claro y
luminoso como la mica. En el pasado y en esta clase de días, Andy Erhart solía disfrutar de
largas tardes de caza en la finca River Valley, la casa de su buen amigo Herb Clutter, y a
menudo le habían acompañado en esas expediciones deportivas otros tres amigos de Herb: Dr.
J. E. Dale, veterinario; Carl Myers, dueño de una finca lechera, y Everett Ogburn,
comerciante. Como Erhart, superintendente del Centro Experimental Agrícola de la
Universidad de Kansas, todos ellos eran prominentes ciudadanos de Garden City.
Aquel día este cuarteto de compañeros de cacería estaban otra vez reunidos para
recorrer el familiar trayecto, pero con un estado de ánimo que nada tenía de familiar y
provistos de un equipo raro y poco deportivo: estropajos y cubos, cepillos de fregar y una
cesta llena de bayetas y enérgicos detergentes. Vestían lo más viejo que tenían. Porque,
tomándolo como un deber, como conducta cristiana, aquellos hombres se habían ofrecido
voluntariamente a limpiar algunas de las catorce habitaciones de la casa principal de River
Valley: aquellas donde los cuatro miembros de la familia Clutter habían sido asesinados,
según declaraban sus certificados de defunción, «por persona o personas desconocidas».
Erhart y sus compañeros guardaban silencio en el coche. Uno de ellos, refiriéndose a
aquel viaje, declaró tiempo después:
-Te dejaba mudo lo increíble del caso. Hacer el camino hacia allá arriba, donde siempre
nos recibían con una bienvenida.
En esta ocasión fueron recibidos por un agente de tráfico de la autopista. El agente,
guardián de la barrera que las autoridades habían levantado a la entrada de la finca, les hizo
seña de que se acercaran y continuaran adelante hasta cubrir media milla más por la avenida
sombreada de olmos que llevaba a la casa de los Clutter. Alfred Stoecklein, el único empleado
que realmente vivía en la propiedad, les esperaba para dejarles pasar.
Fueron primero a la habitación de la caldera del sótano, donde había sido encontrado el
señor Clutter en pijama tendido encima de una caja de colchón. Cuando terminaron allí,
pasaron al cuarto de juegos donde Kenyon había sido asesinado de un disparo. El diván, una
reliquia que Kenyon había rescatado y remendado y que Nancy había cubierto con una funda
y muchos almohadones con un lema cada uno, estaba hecho una ruina sangrienta, de modo
que, como la caja del colchón, no habría más remedio que quemarlo. A medida que el equipo
de limpieza avanzaba en su tarea desde el sótano a los dormitorios del segundo piso, donde
Nancy y su madre habían sido asesinadas en su propio lecho, fueron aprovisionándose con
más combustible para la inminente hoguera: ropas de cama empapadas en sangre, colchones,
una alfombrilla, un oso de felpa.
Alfred Stoecklein, que solía ser poco conversador, tenía en esta ocasión mucho que
decir mientras les alcanzaba agua caliente y les ayudaba en la limpieza.
-Sólo quisiera yo que no anduviesen todos que si patatín que si patatám, y que me
dijeran cómo pasó y qué fue.
Porque él y su mujer, que vivían a menos de cien metros de la casa de los Clutter, no
habían oído «nada», ni el más mínimo eco de un disparo, de las violencias que se cometieron.
-El sheriff y todos esos que han andado por ahí husmeando, digo, y con lo de las
huellas, ésos sí que saben lo que ha pasao. Esos, sí. Que sí entienden, digo, que no pudimos
oír. Por una cosa, por el viento. El viento del oeste que sopla todo para el otro lao. Y endemás,
que entre esa casa y la nuestra, está el granero grande. Y que él chupó el alboroto antes de que
llegara a la casa nuestra. ¿Y sabe usté lo que le digo? ¿Se da cuenta? Ese que lo hizo, que se
sabía mu bien que, haiga lo que haiga, no íbamos a oír nada. Si no que no se la juega..., pegar
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