funcionarios de la ley americana, Dewey estaba convencido de que la pena capital representa
un freno para el crimen violento y creía que si alguna vez la sentencia había sido plenamente
merecida, era ésta. La precedente ejecución no le había turbado: Hickock nunca le había
parecido gran cosa, sino que lo veía como «un estafador ocasional, que se había salido de su
radio de acción, un ser hueco sin ningún valor». Pero Smith, a pesar de que era el verdadero
asesino, despertaba en él otra reacción. Había algo en él, un aura de animal exiliado, de
criatura herida, que el detective no podía dejar de ver. Recordaba su primer encuentro con
Perry en la sala interrogatoria de la policía de Las Vegas: aquel enano sentado en la silla
metálica, con sus diminutos pies metidos en unas botas que no llegaban al suelo. Y ahora,
cuando Dewey volvió a abrir los ojos, fue aquello lo que vio, los mismos diminutos pies que
colgaban, oscilantes.
Dewey había imaginado que con las ejecuciones de Hickock y Smith se sentiría
satisfecho, que experimentaría una sensación de liberación, de justicia cumplida. En lugar de
ello, descubrió que estaba recordando un incidente ocurrido casi un año atrás, un encuentro
casual en el cementerio de Valley View que, ahora retrospectivamente, le parecía que había
cerrado el caso Clutter.
Los pioneros que fundaron Garden City, tuvieron que ser gente espartana, pero cuando
llegó el momento de establecer un cementerio formal, decidieron, a pesar de la aridez del
suelo y las dificultades para transportar agua, crear aquel rico contraste con las polvorientas
calles y las austeras llanuras. El resultado, que llamaron Valley View, está situado por encima
de la ciudad, en una meseta de altura moderada. Visto hoy, es una oscura isla lamida por el
ondulante oleaje de los trigales que la rodean, un buen refugio para un día caluroso, porque se
hallan en ella muchos senderos umbríos, gracias a árboles plantados generaciones atrás.
Una tarde del pasado mayo, mes en que los campos arden con el fuego verdeoro del
trigo a medio crecer, Dewey llevaba varias horas en Valley View limpiando de malezas la
tumba de su padre, deber que había descuidado por mucho tiempo. Dewey tenía cincuenta y
un años, cuatro años más que cuando dirigió la investigación del caso Clutter. Pero seguía
espigado y ágil y era el principal agente del KBI de la Kansas occidental. La semana anterior,
había arrestado a un par de ladrones de ganado. El sueño aquel de establecerse en una granja
propia no se había convertido en realidad, pues su esposa no había perdido el miedo a vivir
aislada. En cambio, los Dewey se habían construido una casa nueva en la ciudad. Se sentían
orgullosos de ella y orgullosos también de sus dos hijos, que ahora ya tenían voz grave y eran
tan altos como su padre. El mayor iba a ingresar en la universidad en otoño.
Al acabar de arrancar las hierbas, Dewey se paseó por los senderos silenciosos. Se
detuvo ante un tumba señalada con un nombre recientemente grabado: Tate. El juez Tate
había muerto de pulmonía el noviembre pasado: coronas, rosas parduscas y cintas
descoloridas por la lluvia, todavía cubrían la tierra desnuda. Junto a ella, pétalos de rosas
recién esparcidos sobre un montón de tierra más reciente, la tumba de Bonnie Jean Ashida,
hija mayor de los Ashida muerta en accidente de coche cuando se hallaba de visita en Garden
City. Muertes, nacimientos, bodas... precisamente el otro día se había enterado que el novio
de Nancy Clutter, Bobby Rupp, se había marchado y se había casado.
Las tumbas de la familia Clutter, cuatro tumbas reunidas bajo una única piedra gris, se
hallaban en una lejana esquina del cementerio, más allá de los árboles, a pleno sol, casi al
borde luminoso del trigal.
Al acercarse, Dewey vio que había junto a ellas otro visitante, una esbelta jovencita con
guantes blancos, cascada de pelo castaño oscuro y largas y elegantes piernas. Vio que le
sonreía y él se preguntó quién podría ser.
-¿Ya me ha olvidado, señor Dewey? Soy Susan Kidwell.
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