Preguntando, en resumen, qué clase de farsa legal era ésta, por qué esos hijos de puta de
Hickock y Smith tienen aún el cuello entero, y cómo esos asesinos hijos de puta todavía están
comiendo los dineros del contribuyente. Bueno, comprendo su punto de vista. Que están que
rabian porque no consiguen lo que quieren: venganza. Y no lo van a conseguir si yo puedo
evitarlo. Yo creo en la horca. Mientras no sea a mí a quien cuelguen.
Pero después lo fue.
Transcurrieron otros tres años y durante ellos, dos abogados de Kansas City,
excepcionalmente competentes, Joseph P. Jenkins y Robert Bingham, sustituyeron a Shultz
que había renunciado al caso. Designados por un juez federal y trabajando sin compensación
(pero impulsados por la firme convicción de que los acusados habían sido víctimas de un
«proceso injusto, de pesadilla»), Jenkins y Bingham hicieron varias apelaciones ciñéndose al
sistema de justicia federal, y consiguieron aplazar sucesivamente tres fechas fijadas para la
ejecución: el 25 de octubre de 1962, el 8 de agosto de 1963 y el 18 de febrero de 1965. Los
abogados sostenían que sus clientes habían sido injustamente condenados, porque no les había
sido procurada asistencia legal hasta después de su confesión, por haber renunciado al examen
de testigos y además por no haber estado representados con competencia en el proceso. Que
habían sido condenados gracias a una prueba adquirida y presentada sin orden de
allanamiento (la escopeta y el cuchillo tomados de casa de Hickock), y que no les había sido
concedido un cambio de sede procesal cuando aquella en que se celebró el proceso estaba
«saturada» de publicidad contra los acusados.
Con estos argumentos, Jenkins y Bingham lograron llevar el caso tres veces a la Corte
Suprema de la nación, al «Grande», como lo llaman muchos de los presos que recurren a él.
Pero en las tres ocasiones, el tribunal, que nunca comenta sus decisiones en tales casos,
denegó los recursos de apelación y la orden de avocación que hubiera autorizado a los
apelantes a una vista completa ante el tribunal. En marzo de 1965, cuando hacía casi dos mil
días que Smith y Hickock estaban confinados en la Hilera de la Muerte, el Tribunal Supremo
de Kansas decretó definitivamente que sus vidas terminarían entre la medianoche y las dos de
la madrugada del miércoles 14 de abril de 1965. Inmediatamente fue presentada una demanda
de clemencia al recién elegido gobernador de Kansas, William Avery, pero Avery, un
granjero rico muy sensible a la opinión pública, se negó a intervenir, decisión que consideró
tomada «en interés de la población de Kansas». (Dos meses después, Avery denegó también
las peticiones de clemencia de York y Latham que fueron ahorcados el 22 de junio de 1965.)
Y así, a primeras horas de la madrugada de aquel miércoles, Alvin Dewey, que tomaba
su desayuno en la cafetería de un hotel de Topeka, leyó en primera página del Star de Kansas,
el titular que hacía tanto tiempo esperaba: «Ahorcados por sangriento crimen». El artículo,
escrito por un cronista de la Associated Press, empezaba: «Richard Eugene Hickock y Perry
Edward Smith, socios en el crimen, murieron en la horca de la prisión del estado, por uno de
los más sangrientos asesinatos con que cuentan los anales criminales de Kansas. Hickock, de
33 años, murió a las 12:41. Smith, de 36, murió a la 1:19. »
Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la
ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en
el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella
caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus
dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y también allí, con inesperada
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