A SANGRE FRIA | Page 213

Preguntando, en resumen, qué clase de farsa legal era ésta, por qué esos hijos de puta de Hickock y Smith tienen aún el cuello entero, y cómo esos asesinos hijos de puta todavía están comiendo los dineros del contribuyente. Bueno, comprendo su punto de vista. Que están que rabian porque no consiguen lo que quieren: venganza. Y no lo van a conseguir si yo puedo evitarlo. Yo creo en la horca. Mientras no sea a mí a quien cuelguen. Pero después lo fue. Transcurrieron otros tres años y durante ellos, dos abogados de Kansas City, excepcionalmente competentes, Joseph P. Jenkins y Robert Bingham, sustituyeron a Shultz que había renunciado al caso. Designados por un juez federal y trabajando sin compensación (pero impulsados por la firme convicción de que los acusados habían sido víctimas de un «proceso injusto, de pesadilla»), Jenkins y Bingham hicieron varias apelaciones ciñéndose al sistema de justicia federal, y consiguieron aplazar sucesivamente tres fechas fijadas para la ejecución: el 25 de octubre de 1962, el 8 de agosto de 1963 y el 18 de febrero de 1965. Los abogados sostenían que sus clientes habían sido injustamente condenados, porque no les había sido procurada asistencia legal hasta después de su confesión, por haber renunciado al examen de testigos y además por no haber estado representados con competencia en el proceso. Que habían sido condenados gracias a una prueba adquirida y presentada sin orden de allanamiento (la escopeta y el cuchillo tomados de casa de Hickock), y que no les había sido concedido un cambio de sede procesal cuando aquella en que se celebró el proceso estaba «saturada» de publicidad contra los acusados. Con estos argumentos, Jenkins y Bingham lograron llevar el caso tres veces a la Corte Suprema de la nación, al «Grande», como lo llaman muchos de los presos que recurren a él. Pero en las tres ocasiones, el tribunal, que nunca comenta sus decisiones en tales casos, denegó los recursos de apelación y la orden de avocación que hubiera autorizado a los apelantes a una vista completa ante el tribunal. En marzo de 1965, cuando hacía casi dos mil días que Smith y Hickock estaban confinados en la Hilera de la Muerte, el Tribunal Supremo de Kansas decretó definitivamente que sus vidas terminarían entre la medianoche y las dos de la madrugada del miércoles 14 de abril de 1965. Inmediatamente fue presentada una demanda de clemencia al recién elegido gobernador de Kansas, William Avery, pero Avery, un granjero rico muy sensible a la opinión pública, se negó a intervenir, decisión que consideró tomada «en interés de la población de Kansas». (Dos meses después, Avery denegó también las peticiones de clemencia de York y Latham que fueron ahorcados el 22 de junio de 1965.) Y así, a primeras horas de la madrugada de aquel miércoles, Alvin Dewey, que tomaba su desayuno en la cafetería de un hotel de Topeka, leyó en primera página del Star de Kansas, el titular que hacía tanto tiempo esperaba: «Ahorcados por sangriento crimen». El artículo, escrito por un cronista de la Associated Press, empezaba: «Richard Eugene Hickock y Perry Edward Smith, socios en el crimen, murieron en la horca de la prisión del estado, por uno de los más sangrientos asesinatos con que cuentan los anales criminales de Kansas. Hickock, de 33 años, murió a las 12:41. Smith, de 36, murió a la 1:19. » Dewey los había visto morir, pues contaba entre los veintiún testigos invitados a la ceremonia. No había presenciado nunca una ejecución y cuando, hacia medianoche, entró en el frío almacén, el escenario le sorprendió: había esperado un lugar digno y no aquella caverna mal iluminada, llena de maderas y trastos en total desorden. Pero la horca, con sus dos lazos pálidos atados a la viga, se imponía lo suficiente. Y también allí, con inesperada 213