designan hombres de primera categoría que se encargan de la defensa con loable energía. Sin
embargo, hasta un abogado de mediano talento puede aplazar el juicio definitivo año tras año,
mediante un sistema de apelaciones vigente en la jurisprudencia americana y que constituye
una rueda de la fortuna legal, un juego de azar, ligeramente favorable al criminal que los
participantes juegan indefinidamente, primero en los tribunales del estado, luego pasando por
los tribunales federales hasta llegar al tribunal último, la Corte Suprema de los Estados
Unidos. Pero aun una negativa de la Corte, no significa que la defensa no pueda descubrir o
inventar nuevas bases para un recurso nuevo. Por lo general, lo consiguen y así la rueda sigue
girando hasta quizás años después, cuando el preso llega otra vez al más alto tribunal de la
nación, probablemente sólo para comenzar de nuevo la lenta y cruel impugnación. Pero a
intervalos la rueda hace una pausa para declarar un ganador, o, con incrementada frecuencia,
un perdedor: los abogados de Andrews lucharon hasta el último momento, pero su cliente fue
a la horca el viernes 30 de noviembre de 1962.
-La noche era fría -decía Hickock a un periodista con el que mantenía correspondencia
y que tenía permiso para visitarle periódicamente-. Fría y húmeda. Había estado lloviendo a
cántaros, y en el campo de béisbol el barro te llegaba hasta los cojones 1 . Así que cuando se
llevaron a Andy al almacén, tuvieron que hacerle pasar por el sendero. Todos estábamos en
las ventanas mirándolo: Perry y yo, Ronnie York, Jimmy Latham. Acababan de dar las doce y
el almacén estaba iluminado como una calabaza de Halloween. Las puertas abiertas de par en
par. Podíamos distinguir los testigos, muchos guardianes, el doctor y el alcaide: cualquier
maldita cosa menos la horca. Estaba en un rincón pero podíamos ver su sombra. Una sombra
en la pared como la de un cuadrilátero de boxeo.
-Andy estaba a cargo del capellán y cuatro guardianes, y cuando llegaron a la puerta se
detuvieron un segundo. Andy se quedó mirando la horca. Te dabas cuenta de que la miraba.
Tenía los brazos atados por delante. De pronto, el capellán alargó el brazo y le quitó las gafas
a Andy. Daba lástima Andy sin sus gafas. Lo metieron dentro y me pregunté si vería para
subir los escalones. Había un silencio de verdad, nada más que el ladrido de un perro a lo
lejos. Un perro del pueblo. Entonces lo oímos, el ruido, y Jimmy Latham preguntó: "¿Qué ha
sido?" Y yo le dije lo que había sido: el escotillón.
-Luego se hizo otro gran silencio excepto ese perro. El pobre diablo de Andy bailó un
buen rato. Debió de darles mucho que hacer. A cada momento, el doctor salía a la puerta y se
quedaba afuera con el estetoscopio en la mano. Yo me atrevería a decir que no estaba
disfrutando de su trabajo, no dejaba de suspirar, como si le faltara el aire y además lloraba.
Jimmy dijo: "Le carga la danza." Imagino que saldría afuera para que los demás no le vieran
llorar. Luego tuvo que volver a entrar para ver si el corazón de Andy había parado. Parecía
que nunca lo haría. El hecho es que su corazón siguió latiendo durante diecinueve minutos.
-Andy era un tipo divertido -añadió Hickock sonriendo de lado porque tenía un
cigarrillo entre los labios-. Era como le dije yo: no tenía respeto por la vida humana, ni por la
suya. Poco antes de que lo ahorcaran, se sentó y comió un par de pollos fritos. Y su última
tarde estuvo fumando puros, bebiendo Coca-Cola y escribiendo poesías. Cuando vinieron a
buscarle y le dimos nuestro adiós, le dije: "Te veré pronto, Andy. Que estoy seguro que
hemos de ir al mismo sitio. Así que date una vuelta y mira si puedes encontrar un lugarejo
fresquito Allá Abajo, para nosotros." Se rió y me dijo que no creía ni en el cielo ni en el
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En español en el original. (N. del T.)
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