Texas, era el menor de los hijos de unos prolíficos padres, sin dinero, que vivían en continua
pelea y que cuando acabaron por separarse dejaron que la prole se las compusiera por su
cuenta, despreciada, perdida y dispersada como manojos de hierba que el viento lleva. A los
diecisiete años, necesitado de refugio, Latham se alistó en el ejército. Dos años después fue
declarado prófugo por ausentarse sin licencia y arrestado en las celdas de castigo de Fort
Hood, Texas. Fue allí donde conoció a Ronnie York que cumplía condena por la misma
infracción. Aunque eran muy distintos, incluso físicamente -York alto y flemático, mientras el
tejano era un hombre bajo con oscuros ojos de zorra que animaban un rostro pequeño, ladino
y compacto-, descubrieron que por lo menos compartían una firme opinión: el mundo era
odioso y todos sus habitantes estarían mejor muertos.
-Es un mundo podrido -decía Latham-. No se le puede responder más que con maldad.
Es la única cosa que todo el mundo entiende: la maldad. Quémale la casa a un hombre,
entonces comprenderá. Envenénale el perro. Asesínalo.
Ronnie afirmó que Latham «tenía razón cien por cien». Y luego añadió:
-De todos modos, si matas a alguien, no le haces más que un favor.
Las primeras personas elegidas para hacerles ese favor fueron dos mujeres de Georgia,
respetables amas de casa que tuvieron la desgracia de tropezarse con York y Latham cuando
el par de asesinos, fugándose de las celdas de castigo de Fort Hood, habían robado una
camioneta y se dirigían a Jacksonville, Florida, cuna de York. El escenario del encuentro fue
una estación de Esso, en la oscura periferia de Jacksonville. La fecha, la noche del 29 de
mayo de 1961. En un principio, los dos prófugos tenían intención de ir a aquella ciudad de
Florida para hacerle una visita a la familia de York, pero una vez allí, York creyó poco
prudente ponerse en contacto con los suyos, porque a veces su padre sacaba un genio de todos
los diablos. El y Latham lo comentaron y habían decidido como nuevo destino Nueva
Orleáns, cuando pararon en una estación de Esso a poner gasolina. A su lado, otro coche
reponía combustible. En él se hallaban dos señoras, las futuras víctimas, que después de pasar
el día de compras y recreo en Jacksonville se volvían a sus casas de una pequeñísima
población junto a la frontera Florida-Georgia. ¡Ay!, habían perdido el camino. York, a quien
se lo preguntaron, estuvo muy cortés.
-No tienen más que seguirnos. Las dejaremos en la buena carretera.
Pero la carretera a la que las llevaron, de buena no tenía nada: estrecha, curva tras curva,
iba a perderse en unas marismas. Sin embargo, las señoras, confiadas, fueron siguiendo hasta
que el vehículo que las precedía se detuvo y entonces vieron, a la luz de los faros, que los dos
serviciales jóvenes se acercaban a pie y vieron también, pero demasiado tarde, que cada uno
iba armado con una vara de ganado negra. Las varas pertenecían al dueño de la camioneta
robada, un ganadero. Fue idea de Latham usarlas como garrote, que fue lo que, tras robar a las
señoras, hicieron. En Nueva Orleáns, los mozos se compraron una pistola y marcaron en la
culata dos muescas.
En el transcurso de los diez días siguientes, fueron sucesivamente añadidas más
muescas: En Tullahoma, Tennessee, donde se hicieron con un elegante Dodge rojo
convertible, matando a tiros a su dueño, un viajante de comercio; en un suburbio de St. Louis,
Illinois, donde otros dos hombres fueron asesinados. La víctima de Kansas, que siguió a estas
cinco, fue un abuelo, de sesenta y dos años, Otto Ziegler; robusto y cordial, una de esas
personas que no saben seguir carretera adelante sin ofrecer ayuda cuando ven a alguien con el
coche parado. Una bonita mañana de junio, a toda velocidad en su coche por una autopista de
Kansas, el señor Ziegler vio de pronto un coche rojo convertible parado en la cuneta con el
capó levantado y un par de bien parecidos jóvenes hurgando en el motor. ¿Cómo iba a saber
el generoso señor Ziegler que el coche no tenía falla alguna? ¿Que se trataba sólo de un truco
para robar y matar a todo aquel que se sintiera samaritano? Sus últimas palabras fueron:
205