A Dick le encantaba repetir con frecuencia la respuesta de Andrews porque le parecía
una clara muestra del «divertido modo de pensar» del muchacho, de aquella autosatisfacción
«del que vive en las nubes».
-Bueno -según parece añadió Andrews-, a mí, desde luego, me parece un sistema un
poco drástico. Matarse de hambre. Porque al fin y al cabo, todos saldremos de aquí. O
caminando o llevados dentro de un ataúd. A mí igual me da andar o que me lleven. Al final
siempre acaba por ser lo mismo.
Dick le dijo:
-Lo que tienes de malo, Andy, es que no sientes respeto alguno por la vida humana. Ni
por la tuya.
Andrews asintió.
-Y -añadió- voy a decirte algo más. Si llego a salir de aquí vivo, quiero decir fuera de
estas paredes, quizá nunca sepa nadie adonde se ha ido Andy, pero te juro que sí sabrán por
dónde pasó.
Durante todo el verano, Perry flotó entre un estado de adormilado sopor y un sueño
enfermizo y afiebrado. Oía voces en su cabeza, una que persistentemente le preguntaba:
«¿Dónde está Jesús? ¿Dónde?» Y un día se despertó gritando. «El pájaro es Jesús. ¡El pájaro
es Jesús!» Aquella antigua fantasía suya, aquel deseo de actuar en escenarios como «Perry
O'Parsons, el Hombre Orquesta», volvió a su cabeza en forma de sueño recurrente. El centro
geográfico del sueño era un night club de Las Vegas donde, con un sombrero de copa blanco
y un smoking blanco también, actuaba en un proscenio iluminado por los focos, tocando por
turnos armónica, guitarra, banjo y tambor a la vez que cantaba You are my sunshine 1 y
bailaba zapateado en un breve tramo de escalones dorados. En la cima de ellos, sobre una
plataforma, se inclinaba a saludar. No había aplausos, ni uno solo y, sin embargo, miles de
clientes se habían reunido en el vasto, lujoso local: extraño público, casi todos hombres y casi
todos negros. Mientras los contemplaba, sudando, el artista comprendía por fin el significado
de su silencio, dándose cuenta al cabo de que no eran más que fantasmas, los espíritus de
aquellos que habían sido legalmente aniquilados en la horca, en la cámara de gas, en la silla
eléctrica. En el mismo instante comprendía también que él se hallaba allí para reunirse con
ellos, que aquellos escalones dorados conducían al patíbulo, que la plataforma que lo sostenía
se estaba abriendo bajo sus pies. El sombrero de copa rodaba por tierra; orinando, defecando,
Perry O'Parsons entraba en la eternidad.
Una tarde, sustrayéndose a un sueño, se despertó y encontró al alcaide de pie junto a su
cama. Este le dijo:
-Por lo que parece tenías una pesadilla, ¿no?
Pero Perry no le contestó y el alcaide, que había visitado el hospital en repetidas
ocasiones tratando de persuadir al preso para que rompiera su ayuno, le dijo:
-Te traigo una cosa. De tu padre. Pensé que querrías verla.
Perry, ojos inmensos que relucían ahora en un rostro de palidez fosforescente,
contemplaba el techo. Y poco después, poniendo la tarjeta postal en la mesita de noche del
paciente, el desairado visitante se marchó.
Por la noche, Perry miró la postal. Iba dirigida al alcaide y venía de Blue Lake,
California. El mensaje, escrito en una caligrafía irregular y familiar, decía: «Muy señor mío:
Tengo entendido que tiene otra vez a mi muchacho Perry en custodia. Escríbame, por favor,
1
«Tú eres mi sol.» (N. del T.)
202