-No está bien esto -anunció la esposa de un rico hacendado- demostrar mucha
curiosidad por una cosa así.
Sin embargo, a la última sesión del juicio acudió buena parte de la flor y nata, que tomó
asiento junto al pueblo. Su presencia era un gesto de cortesía con el juez Tate y Logan Green,
estimados miembros de su misma casta. También un gran contingente de abogados forasteros,
muchos de ellos venidos de muy lejos, llenó varios bancos: concretamente, querían oír la
requisitoria final de Green a los jurados. Green, pequeño septuagenario dulcemente férreo,
goza de una espléndida reputación entre sus pares que admiran su desenvoltura (su repertorio
es el de un consumado actor, con un sentido de la gradación de tiempo digno de un cómico de
night club). Experto abogado penal, generalmente su papel es el de defensor pero en este caso
el estado le había contratado como ayudante especial de Duane West, creyendo que el joven
fiscal del condado no era lo bastante maduro para conducir el caso sin la colaboración de un
hombre de experiencia.
Pero, como les ocurre a casi todos los divos, Green era el último número del programa.
La precedieron las equilibradas instrucciones del juez Tate dirigidas al jurado y la
recapitulación del fiscal.
-¿Puede acaso existir en vuestras mentes la más mínima duda acerca de la culpabilidad
de los acusados? ¡No! No importa cuál de ellos apretó el gatillo de la escopeta de Richard
Eugene Hickock: los dos son igualmente culpables. No hay más que un camino que permita
asegurar que estos hombres no volverán a deambular por las ciudades y pueblos de esta tierra.
Pedimos la pena máxima: muerte. Esta petición no está dictada por la venganza, sino con toda
humildad...
A continuación vino el alegato de la defensa. El discurso de Fleming, que fue calificado
por un periodista «lleno de trucos», pareció un manso sermón de iglesia.
-El hombre no es un animal. Tiene un cuerpo y un alma que vive eternamente. No creo
que el hombre tenga derecho a destruir la casa, el templo donde mora el alma...
Harrison Smith, aunque apeló también a los presuntos sentimientos cristianos del
jurado, tomó como tema principal los males de la pena capital.
-Es una reliquia de la barbarie humana. La ley nos dice que tomar la vida de un hombre
no es lícito, pero a continuación da ejemplo de lo contrario, cosa tan malvada como el crimen
que trata de castigar. El estado no tiene derecho a infligirla. No sirve de nada. No impide el
crimen sino que abarata la vida humana y da lugar a nuevos delitos. Todo cuando pedimos es
clemencia. Seguramente la cadena perpetua no es una gran merced...
Green los despertó.
-Caballeros -dijo sin consultar ninguna anotación-, acaban de escuchar dos enérgicas
demandas de clemencia en favor de los acusados. A mi parecer, es una suerte que estos
admirables abogados, el señor Fleming y el señor Smith, no estuvieran en casa de los Clutter
la noche de autos, una suerte que no estuvieran presentes suplicando clemencia para la familia
sentenciada. Porque de estar allí... bueno, a la mañana siguiente hubiéramos hallado más de
cuatro cadáveres.
De muchacho en el Kentucky que le vio nacer, a Green le llamaban Pinky, apodo que
debía a su piel pecosa. Y ahora, contoneándose ante el jurado, la tensión de su tarea le
calentaba el rostro salpicándolo de manchas rosadas.
-No es mi intención iniciar un debate teológico. Pero supuse que la defensa emplearía la
Biblia como argumento contra la pena de muerte. Oyeron citar la Biblia. Pero yo sé leerla
también -abrió un libro del Antiguo Testamento-. Y he aquí unas pocas cosas que el texto
sagrado dice al respecto. En el Éxodo, capítulo veinte, versículo trece, tenemos uno de los
Diez Mandamientos: «No matarás.» Se refiere a matar ilegalmente. Así debe de ser porque en
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