-Es absurdo. Es absurdo que hagan proceso.
Como último testigo del día, el fiscal había prometido presentar a un «hombre
misterioso». Era el hombre que había proporcionado la información que condujo al arresto de
los acusados: Floyd Wells, el antiguo compañero de celda de Hickock. Como todavía estaba
cumpliendo condena en la Penitenciaría del Estado de Kansas y, por tanto, en peligro de que
los demás presos le hicieran objeto de represalias, Wells no había sido identificado
públicamente como delator. Y para que pudiera prestar declaración como testigo sin riesgo,
fue transferido de la penitenciaría a una pequeña cárcel de un condado vecino. No obstante,
Wells al cruzar la sala en dirección al estrado de los testigos, lo hizo de forma furtiva, como si
temiera hallarse con un asesino en su camino, y cuando pasó junto a Hickock los labios de
Hickock se contrajeron al silbar unas pocas palabras atroces. Wells fingió no darse cuenta,
pero como el caballo que ha oído el tintineo de una serpiente de cascabel, se apartó de la
venenosa proximidad del hombre traicionado. Subió a la tarima y quedó mirando a la lejanía.
Era un tipo sin barbilla, con aspecto de bracero, que llevaba un traje azul marino muy
sobrio, que el estado de Kansas le había comprado para la ocasión. El estado se había
preocupado de que su más importante testigo tuviera aspecto respetable y, por consiguiente,
digno de crédito.
El testimonio de Wells, perfeccionado por un ensayo antes del proceso, fue tan pulcro
como su aspecto. Alentado por los avances comprensivos de Logan Creen, el testigo
reconoció que en un tiempo, durante un año aproximadamente, había trabajado como peón en
la finca River Valley. Siguió diciendo que unos diez años después, cumpliendo condena por
robo, se había hecho amigo de otro ladrón, Richard Hickock, y que le había descrito la
hacienda Clutter.
-Vamos -le preguntó Green-, en sus conversaciones con el señor Hickock, ¿qué dijeron
del señor Clutter?
-Bueno hablamos bastante del señor Clutter. Hickock decía que estaba a punto de
obtener la libertad bajo palabra y que iría al oeste a buscar trabajo y que quizás iría a ver si el
señor Clutter se lo podía dar. Y yo le decía lo rico que era el señor Clutter.
-¿Eso parecía interesar al señor Hickock?
-Bueno, quería saber si el señor Clutter tenía una caja de caudales en casa.
-Señor Wells, ¿creía usted entonces que había una caja fuerte en casa del señor Clutter?
-Bueno, pues hacía tanto tiempo que yo había trabajado allí... Creí que tenía una caja
fuerte. Sabía qué había una especie de armario... Todo lo que sé es que él (Hickock) se puso a
hablar de robar al señor Clutter.
-¿Le dijo cómo pensaba llevar a cabo el robo?
-Me dijo que si hacía algo así, no dejaría testigos.
-¿Dijo qué pensaba hacer con los testigos?
-Sí. Me dijo que probablemente los ataría y que después de cometer el robo los mataría.
Establecida así la premeditación en primer grado, Green dejó el testigo en manos de la
defensa. El anciano señor Fleming, clásico abogado de provincias, mucho más diestro en
cuestiones inmobiliarias que criminales, inició el contrainterrogatorio. El objetivo de sus
preguntas, como demostró bien pronto, fue introducir un tema que el fiscal había evitado
cuidadosamente: la participación de Wells en el proyecto de asesinato y su responsabilidad
moral.
-¿No le dijo usted -preguntó Fleming apresurándose a llegar al meollo de la cuestión-
nada al señor Hickock para convencerle de que no robara ni matara a la familia Clutter?
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