A SANGRE FRIA | Page 167

le asignaron un camión mientras durara el ejercicio de entrenamiento. En nuestro cuerpo, los camiones no tenían calefacción y nos moríamos de frío. Me acuerdo que hiciste un agujero en el suelo de tu camión para que pudiera entrar el calor del motor. La razón de que lo recuerde tan bien es la impresión que me produjo, por eso de que la «mutilación» de la propiedad del ejército es un crimen por el que te pueden castigar muy severamente. Claro que yo era aún muy novato en el ejército y probablemente tenía miedo de infringir las reglas en lo más mínimo, pero recuerdo cómo te reías (y estabas calentito) mientras yo me preocupaba (y me estaba helando). Recuerdo que te compraste una moto y no muy bien de lo que te pasó con ella. ¿Te persiguió la policía? ¿Un accidente? Fuera lo que fuese, fue la primera vez que me di cuenta de que tenías algo raro. Puede que me equivoque en alguno de mis recuerdos pues de eso hace ocho años y yo sólo te traté durante ocho meses. Por lo que recuerdo me llevaba muy bien contigo y me gustaba tu modo de ser. Siempre estabas alegre y fanfarroneando, hacías muy bien tu trabajo y no recuerdo que te quejaras de nada. Desde luego parecías un poco salvaje pero nunca supe mucho de eso. Pero ahora estas en un apuro de verdad. Trato de imaginar cómo estarás ahora. En qué piensas. Cuando lo leí por primera vez quedé aturdido. De veras que sí. Pero luego dejé el periódico y me puse a pensar en otra cosa. Pero volvía a pensar en ti. No lo podía olvidar. Soy, o intento ser, bastante religioso (católico). No siempre lo fui. Me limitaba a ir tirando sin pensar demasiado en la única cosa importante que existe. Nunca había pensado seriamente en la muerte ni en la posibilidad de otra vida. Estaba demasiado lleno de vida: coche, universidad, chicas, etc. Pero mi hermano pequeño murió de leucemia, tenia sólo diecisiete años. El sabía que se moría y luego me he preguntado muchas veces qué pensaría. Y ahora pienso en ti y me gustaría saber qué piensas. No sabía qué decirle a mi hermano en las últimas semanas, antes de que muriera. Pero sí sé qué le diría ahora. Y por eso te escribo: porque Dios te hizo a ti igual que a mí y El te ama a ti tanto como a mí y por lo poco que sabemos de la voluntad de Dios lo que te ha ocurrido a ti podía muy bien haberme ocurrido a mí. Tu amigo, Don Cullivan. El nombre no le decía nada, pero Perry reconoció inmediatamente la cara de la fotografía, un soldado joven con el pelo al cepillo y ojos redondos muy serios. Leyó la carta muchas veces y, a pesar de que las alusiones religiosas le parecieron muy poco persuasivas («He intentado creer, pero no creo, no puedo y fingir no sirve de nada»), la carta lo conmovió. Había alguien que le ofrecía ayuda, un hombre cuerdo y respetable que le había tratado en otro tiempo y que le había tenido simpatía, un hombre que firmaba tu amigo. Lleno de agradecimiento, a toda prisa, comenzó su carta: « Querido Don: Caramba, claro que me acuerdo de Don Cullivan... » La celda de Hickock no tenía ventana. Daba a un espacioso corredor y a las otras celdas. Pero no estaba aislado, tenía gente con quien hablar, una variedad de borrachos, falsificadores, hombres que habían pegado a sus mujeres, vagabundos mexicanos, y Dick, con su desenvoltura parlanchina de «confidente», sus anécdotas sexuales, sus chistes verdes, era popular entre los reclusos (aunque había uno que no quería saber nada de él, un viejo que le silbaba: «Asesino. ¡Asesino!» Y que una vez le había arrojado un cubo de sucia agua de fregar). Exteriormente, Hickock parecía a todos un joven singularmente despreocupado. Cuando no alternaba o dormía, estaba tumbado en su litera fumando o mascando chicle o leyendo revistas de deportes o novelas policíacas. A menudo se limitaba a pasarse horas silbando sus melodías preferidas (you must have been a beautiful baby, Shuffle off to Buffalo) con la vista 167