le asignaron un camión mientras durara el ejercicio de entrenamiento. En nuestro cuerpo, los
camiones no tenían calefacción y nos moríamos de frío. Me acuerdo que hiciste un agujero en
el suelo de tu camión para que pudiera entrar el calor del motor. La razón de que lo recuerde
tan bien es la impresión que me produjo, por eso de que la «mutilación» de la propiedad del
ejército es un crimen por el que te pueden castigar muy severamente. Claro que yo era aún
muy novato en el ejército y probablemente tenía miedo de infringir las reglas en lo más
mínimo, pero recuerdo cómo te reías (y estabas calentito) mientras yo me preocupaba (y me
estaba helando). Recuerdo que te compraste una moto y no muy bien de lo que te pasó con
ella. ¿Te persiguió la policía? ¿Un accidente? Fuera lo que fuese, fue la primera vez que me di
cuenta de que tenías algo raro. Puede que me equivoque en alguno de mis recuerdos pues de
eso hace ocho años y yo sólo te traté durante ocho meses. Por lo que recuerdo me llevaba muy
bien contigo y me gustaba tu modo de ser. Siempre estabas alegre y fanfarroneando, hacías
muy bien tu trabajo y no recuerdo que te quejaras de nada. Desde luego parecías un poco
salvaje pero nunca supe mucho de eso. Pero ahora estas en un apuro de verdad. Trato de
imaginar cómo estarás ahora. En qué piensas. Cuando lo leí por primera vez quedé aturdido.
De veras que sí. Pero luego dejé el periódico y me puse a pensar en otra cosa. Pero volvía a
pensar en ti. No lo podía olvidar. Soy, o intento ser, bastante religioso (católico). No siempre
lo fui. Me limitaba a ir tirando sin pensar demasiado en la única cosa importante que existe.
Nunca había pensado seriamente en la muerte ni en la posibilidad de otra vida. Estaba
demasiado lleno de vida: coche, universidad, chicas, etc. Pero mi hermano pequeño murió de
leucemia, tenia sólo diecisiete años. El sabía que se moría y luego me he preguntado muchas
veces qué pensaría. Y ahora pienso en ti y me gustaría saber qué piensas. No sabía qué decirle
a mi hermano en las últimas semanas, antes de que muriera. Pero sí sé qué le diría ahora. Y
por eso te escribo: porque Dios te hizo a ti igual que a mí y El te ama a ti tanto como a mí y
por lo poco que sabemos de la voluntad de Dios lo que te ha ocurrido a ti podía muy bien
haberme ocurrido a mí. Tu amigo, Don Cullivan.
El nombre no le decía nada, pero Perry reconoció inmediatamente la cara de la
fotografía, un soldado joven con el pelo al cepillo y ojos redondos muy serios. Leyó la carta
muchas veces y, a pesar de que las alusiones religiosas le parecieron muy poco persuasivas
(«He intentado creer, pero no creo, no puedo y fingir no sirve de nada»), la carta lo conmovió.
Había alguien que le ofrecía ayuda, un hombre cuerdo y respetable que le había tratado en
otro tiempo y que le había tenido simpatía, un hombre que firmaba tu amigo. Lleno de
agradecimiento, a toda prisa, comenzó su carta:
« Querido Don: Caramba, claro que me acuerdo de Don Cullivan... »
La celda de Hickock no tenía ventana. Daba a un espacioso corredor y a las otras celdas.
Pero no estaba aislado, tenía gente con quien hablar, una variedad de borrachos,
falsificadores, hombres que habían pegado a sus mujeres, vagabundos mexicanos, y Dick, con
su desenvoltura parlanchina de «confidente», sus anécdotas sexuales, sus chistes verdes, era
popular entre los reclusos (aunque había uno que no quería saber nada de él, un viejo que le
silbaba: «Asesino. ¡Asesino!» Y que una vez le había arrojado un cubo de sucia agua de
fregar).
Exteriormente, Hickock parecía a todos un joven singularmente despreocupado. Cuando
no alternaba o dormía, estaba tumbado en su litera fumando o mascando chicle o leyendo
revistas de deportes o novelas policíacas. A menudo se limitaba a pasarse horas silbando sus
melodías preferidas (you must have been a beautiful baby, Shuffle off to Buffalo) con la vista
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