Mientras duró el sol, el día había sido seco y cálido, como de octubre y no de enero...
Pero cuando el sol se puso, cuando las sombras de los gigantescos árboles de la plaza se
confundieron y entremezclaron, el frío y la oscuridad dejaron aterida a la multitud. La dejaron
aterida y la dispersaron.
A las seis, quedaban menos de trescientas personas.
Los periodistas, maldiciendo el indebido retraso, pateaban el suelo y se golpeaban las
heladas orejas con manos heladas desprovistas de guantes. De pronto, se alzó un murmullo en
la parte sur de la plaza. Los coches llegaban.
Aunque ninguno de los periodistas había previsto violencias, varios habían predicho
gritos injuriosos. Pero cuando la muchedumbre vio a los asesinos con su escolta de patrulleros
con uniforme azul, guardó silencio, como sorprendida al descubrir que tenían forma humana.
Los hombres esposados, pálidos y parpadeando cegados, brillaban a la luz de las
bombillas de los flashes y los reflectores.
Los fotógrafos subieron tres tramos de escalera en persecución de los detenidos y la policía
que se metían en la Casa de Justicia y fotografiaron la puerta de la cárcel, que se cerró de un
portazo.
No quedó nadie, ni la gente de prensa ni ninguno de los habitantes de la ciudad. Casas
calientes, cenas calientes los reclamaban y se fueron apresurados, dejando la fría plaza a los
dos gatos grises. También el milagroso otoño desapareció, la primera nevada del año empezó
a caer.
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