Idaho. Sería en setiembre u octubre. Era una carta de Dick en la que me decía que tenía una
breva a la vista. El golpe perfecto. No le contesté pero volvió a escribirme apremiándome
para que fuera a Kansas y diéramos el golpe juntos. Nunca me dijo la clase de golpe. Sólo que
era un breva madura «de éxito seguro». La verdad era que yo tenía otra razón para estar en
Kansas por entonces. Un asunto personal, que me guardo y que nada tiene que ver con todo
esto. Sólo que si no hubiera sido por eso, yo no hubiera vuelto. Pero lo hice. Y Dick fue a
esperarme a la estación de autobuses de Kansas City. Me llevó en su coche a la granja de sus
padres. Pero no me querían allí. Yo soy muy sensible, siempre sé lo que la gente siente.
»Lo mismo que usted -se refiere a Dewey pero no lo mira-. Le revienta tener que
encenderme un cigarrillo. Eso es cosa suya. No se lo reprocho. Tampoco se lo reprocho a la
madre de Dick. La verdad es que es una persona muy amable. Pero como sabía quién era yo,
un amigo de la cárcel, no me quería en su casa. Cristo, lo que me alegré de marcharme a un
hotel. Dick me llevó a un hotel de Olathe. Compramos cerveza, la subimos a la habitación y
allí fue donde Dick me contó lo que tenía pensado. Me dijo que cuando yo salí de Lansing
tuvo en la celda a uno que había trabajado para un cultivador de trigo muy rico allá por la
Kansas del oeste. El señor Clutter. Sabía dónde estaba todo: puertas, pasillos, dormitorios.
Dijo que una de las habitaciones de la planta se usaba como despacho y que en ese despacho
había una caja fuerte empotrada en la pared. Dijo que el señor Clutter la necesitaba porque
siempre tenía en casa sumas de dinero. Nunca menos de diez mil dólares. El plan era robar la
caja fuerte y si nos veían, bueno, quienquiera que nos hubiera visto, tenía que desaparecer.
Dick lo repitió lo menos un millón de veces: "Nada de testigos."
Dewey pregunta:
-¿Cuántos testigos podía haber? Quiero decir, ¿cuántas personas esperaba encontrar en
casa de los Clutter?
-Eso es lo que yo quería saber. Pero no lo sabía con certeza. Por lo menos cuatro. Quizá
seis. Y era posible que la familia tuviera invitados. Decía que teníamos que estar dispuestos a
enfrentarnos con una docena.
Dewey suelta un gruñido, Dunt silba y Smith, sonriendo sombrío, añade:
-Ya, y a mí también. Me parecía un despropósito. Doce personas. Pero Dick decía que
era una breva. Decía: «Entraremos allí y les reventaremos las cabezas contra las paredes.» Yo
estaba en un estado de ánimo de esos de dejarse llevar. Pero, además, seré franco: tenía fe en
Dick. Me había fijado en él porque me parecía muy práctico, muy masculino y quería el
dinero tanto como yo. Quería el dinero y poder marcharse a México. Pero esperaba poder
conseguirlo sin violencia. Me parecía que podía hacerse, si usábamos máscaras. Tuvimos una
discusión por eso. De camino, de camino para Holcomb. Yo quería parar a comprar un par de
medias de seda negra para ponernos en la cabeza. Pero Dick creía que incluso con una media
podían identificarlo. Por el ojo. De todos modos, cuando llegamos a Emporia...
-Aguarda, Perry -dice Duntz-. Te has adelantado demasiado. Vuelve a Olathe. ¿A qué
hora salisteis de allí?
-A la una. A la una y media. Salimos después de comer y nos fuimos a Emporia. Allí
compramos unos guantes de goma y un rollo de cuerda. El cuchillo, la escopeta y los
cartuchos... los había traído Dick de su casa. Pero no quiso que compráramos medias negras.
Tuvimos una buena discusión. Al salir de Emporia, en las afueras, pasamos por un hospital
católico y yo le convencí de que parase y entrara a comprarles medias negras a las monjas.
Pero él, sólo fingió intentarlo. Salió diciendo que no se las querían vender. Yo estaba
convencido de que no había preguntado siquiera y él mismo lo confesó, diciendo que era una
idea ridícula, que las monjas le hubieran tomado por loco. Así que no volvimos a parar hasta
Great Bend. Allí compramos la cinta adhesiva. Cenamos allí, una cena de miedo. A mí me dio
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