Me
lloran los
ojos
cuando
tengo
hambre
A
lmorzar con los
niños y las niñas
del curso durante
dos días a la semana se ha
convertido en un pretexto,
no sólo para darme cuenta
de las rutinas a la hora de
almorzar, sino para charlar
de manera informal, para es-
tar con ellos en otro espacio,
para compartir cosas y gene-
rar otros ámbitos de comu-
nicación. Algunos cuentan
anécdotas de sus viajes,
otros comentan sobre sus
sueños y miedos a la hora de
dormir, otros, de sus pasa-
tiempos y sobre lo que co-
men o hacen los fines de se-
mana. Unos cuantos, por
supuesto varones, hablan
de los no poco comentados
partidos de fútbol. No falta
el que siempre sale con sus
chistecitos y no falla el que
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me acribilla a preguntas so-
bre mi edad, mis gustos o
mi vida personal. Aquí más
o menos “todo vale”.
Un viernes, en una de esas
ya acostumbradas “tertu-
lias”, me quedé mirando a
una de las niñas que estaba
sentada en diagonal a mí.
Ella, es una de esas niñas
que casi nunca interviene
en las charlas pero con sus
ojitos, con su presencia y
con su mirada está partici-
pando y aprobando todo.
Vi a través de sus lentes sus
ojos llorosos y pregunté sin
vacilar: –¿María por qué es-
tás llorando? Ella, un poco
turbada, respondió de in-
mediato: – Cris, lo que pasa
es que me lloran los ojos
cuando tengo hambre. Ante
tal respuesta la que quedó
un poco turbada fui yo: –
¿Cómo así? No entiendo.
¿Acaso no estás almorzan-
do? (La niña siempre trae
su almuerzo de la casa). Ella
se quedó de nuevo mirán-
dome. Yo de inmediato
comprendí que me debía
acercar y preguntarle un
poco más en privado, pues
para ese entonces ya reina-
ba un silencio total en la
mesa y ella era el centro de
atención. La niña se sentó
junto a mí mientras miraba
con insistencia su pequeñ
lonchera para tratar de en-
contrar algún indicio que
respondiera a mi pregunta.
ENSEÑANDO - aprendiendo - participando - liderando - creciendo - soñando
De nuevo, insistí: – María
aún hay almuerzo en tu
lonchera ¿porqué no lo ter-
minas? La niña me miró, ya
casi a punto de llorar. Fue
entonces cuando me di
cuenta de que en algún mo-
mento se le había caído su
lonchera y lo que estaba allí
era lo que ella había logrado
recoger del suelo, que por
supuesto, no se atrevía a co-
mer. En ese momento com-
prendí la magnitud de su
respuesta. Inmediatamente
me paré y le pedí un al-
muerzo.
Ahora entiendo aún más
que almorzar con los niños,
más que un simple pretexto
para corregir modales de
mesa, verificar si realmente
almuerzan suficiente o con-
versar con ellos, es tener la
oportunidad de descubrir
sus pequeñas y trascenden-
tales experiencias, esas que
tantas veces pasan inadver-
tidas pero que pueden ha-
cer de sus vidas historias
tristes, complicadas o ma-
ravillosas. Y siento que,
realmente, vale la pena
compartirlas y no dejarlas
pasar.
Cristina Ramírez
// Profesora de Español y
Sociales 2°