12 CUENTOS PEREGRINOS 12_cuentos peregrinos | Page 9

— ¿De dónde es usted? — Del Caribe. — De eso ya me di cuenta — dijo el presidente—. ¿Pero de qué país? — Del mismo que usted, señor, — dijo el hombre, y le tendió la mano—: Mi nombre es Homero Rey. El presidente lo interrumpió sorprendido, sin soltarle la mano. — Caray — le dijo—: ¡Qué buen nombre! Homero se relajó. — Y es más todavía — dijo—: Homero Rey de la Casa. Una cuchillada invernal los sorprendió indefensos en mitad de la calle. El presidente se estremeció hasta los huesos y comprendió que no podría caminar sin abrigo las dos cuadras que le faltaban hasta la fonda de pobres donde solía comer. — ¿Ya almorzó? — le preguntó a Homero. — Nunca almuerzo — dijo Homero—. Como una sola vez por la noche en mi casa. — Haga una excepción por hoy — le dijo él con todos sus encantos a flor de piel—. Lo invito a almorzar. Lo tomó del brazo y lo condujo hasta el restaurante de enfrente, con el nombre dorado en la marquesina de lona: Le Boeuf Couronné. El interior era estrecho y cálido, y no parecía haber un sitio libre. Homero Rey, sorprendido de que nadie reconociera al presidente, siguió hasta el fondo del salón para pedir ayuda. — ¿Es presidente en ejercicio? — le preguntó el patrón. — No — dijo Homero—. Derrocado. El patrón soltó una sonrisa de aprobación. — Para esos — dijo— tengo siempre una mesa especial. Los condujo a un lugar apartado en el fondo del salón donde podían charlar a gusto. El presidente se lo agradeció. — No todos reconocen como usted la dignidad del exilio — dijo. La especialidad de la casa eran las costillas de buey al carbón. El presidente y su invitado miraron en torno, y vieron en las otras mesas los grandes trozos asados con un borde de grasa tierna. «Es una carne magnífica», murmuró el presidente. «Pero la tengo prohibida». Fijó en Homero una mirada traviesa, y cambió de tono. — En realidad, tengo prohibido todo. — También tiene prohibido el café, — dijo Homero—, y sin embargo lo toma. — ¿Se dio cuenta? —dijo el presidente—. Pero hoy fue sólo una excepción en un día excepcional. La excepción de aquel día no fue sólo con el café. También ordenó una costilla de buey al carbón y una ensalada de legumbres frescas sin más aderezos que un chorro de aceite de olivas. Su invitado pidió lo mismo, más media garrafa de vino tinto. Mientras esperaban la carne, Homero sacó del bolsillo de la chaqueta una billetera sin dinero y con muchos papeles, y le mostró al presidente una foto descolorida. Él se reconoció en mangas de camisa, con varias libras menos y el cabello y el bigote de un color negro intenso, en medio de un tumulto de jóvenes que se habían empinado para sobresalir. De una sola mirada reconoció el lugar, reconoció los emblemas de una campaña electoral aborrecible, reconoció la fecha ingrata. «¡Qué barbaridad!», murmuró. «Siempre he dicho que uno envejece más rápido en los retratos que en la vida real». Y devolvió la foto con el gesto de un acto final. — Lo recuerdo muy bien —dijo—. Fue hace miles de años en la gallera de San Cristóbal de las Casas. — Es mi pueblo — dijo Homero, y se señaló a sí mismo en el grupo—: Éste soy yo. El presidente lo reconoció. — ¡Era una criatura! — Casi — dijo Homero—. Estuve con usted en toda la campaña del sur como dirigente de las brigadas universitarias. El presidente se anticipó al reproche. — Yo, por supuesto, ni siquiera me fijaba en usted — dijo. — Al contrario, era muy gentil con nosotros — dijo Homero—. Pero éramos tantos que no es posible que se acuerde. Gabriel García Márquez Doce cuentos peregrinos 9