en una esquina cercana, pero él insistió en llevarla hasta la puerta de la casa, y no sólo
lo hizo sino que estacionó sobre el andén para que pudiera descender sin mojarse. Ella
soltó el perrito, trató de salir del automóvil con tanta dignidad como el cuerpo se lo
permitiera, y cuando se volvió para dar las gracias se encontró con una mirada de
hombre que la dejó sin aliento. La sostuvo por un instante, sin entender muy bien quién
esperaba qué, ni de quién, y entonces él le pregunto con una voz resuelta:
— ¿Subo?
María dos Prazeres se sintió humillada.
— Le agradezco mucho el favor de traerme — dijo—, pero no le permito que se burle de
mí.
— No tengo ningún motivo para burlarme de nadie — dijo él en castellano con una
seriedad terminante—. Y mucho menos de una mujer como usted.
María dos Prazeres había conocido muchos hombres como ése, había salvado del suicidio
a muchos otros más atrevidos que ése, pero nunca en su larga vida había tenido tanto
miedo de decidir. Lo oyó insistir sin el menor indicio de cambio en la voz:
— ¿Subo?
Ella se alejó sin cerrar la puerta del automóvil, y le contestó en castellano para estar
segura de ser entendida.
— Haga lo que quiera.
Entró en el zaguán apenas iluminado por el resplandor oblicuo de la calle, y empezó a
subir el primer tramo de la escalera con las rodillas trémulas, sofocada por un pavor que
sólo hubiera creído posible en el momento de morir. Cuando se detuvo frente a la puerta
del entresuelo, temblando de ansiedad por encontrar las llaves en el bolsillo, oyó los dos
portazos sucesivos del automóvil en la calle. Noi, que se le había adelantado, trató de
ladrar. «Cállate», le ordenó con un susurro agónico. Casi enseguida sintió los primeros
pasos en los peldaños sueltos de la escalera y temió que se le fuera a reventar el
corazón. En una fracción de segundo volvió a examinar por completo el sueño
premonitorio que le había cambiado la vida durante tres años, y comprendió el error de
su interpretación.
«Dios mío», se dijo asombrada. «¡De modo que no era la muerte!»
Encontró por fin la cerradura, oyendo los pasos contados en la oscuridad, oyendo la
respiración creciente de alguien que se acercaba tan asustado como ella en la oscuridad,
y entonces comprendió que había valido la pena esperar tantos y tantos años, y haber
sufrido tanto en la oscuridad, aunque sólo hubiera sido para vivir aquel instante.
Mayo 1979.
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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