Una noche, agentes de la Seguridad del Estado asesinaron a tiros frente a su ventana un
estudiante que había escrito a brocha gorda en el muro: Visca Catalunya lliure.
¡Dios mío — se dijo asombrada— es como si todo se estuviera muriendo conmigo!»
Sólo había conocido una ansiedad semejante siendo muy niña en Manaos, un minuto
antes del amanecer, cuando los ruidos numerosos de la noche cesaban de pronto, las
aguas se detenían, el tiempo titubeaba, y la selva amazónica se sumergía en un silenció
abismal que sólo podía ser igual al de la muerte. En medio de aquella tensión irresistible,
el 10 viernes de abril, como siempre, el conde de Cardona fue a cenar en su casa.
La visita se había convertido en un rito. El conde llegaba puntual entre las siete y las
nueve de la noche con una botella de champaña del país envuelta en el periódico de la
tarde para que se notara menos, y una caja de trufas rellenas. María dos Prazeres le
preparaba canelones gratinados y un pollo tierno en su jugo, que eran los platos favoritos
de los catalanes de alcurnia de sus buenos tiempos, y una fuente surtida de frutas de la
estación. Mientras ella hacía la cocina, el conde escuchaba en el gramófono fragmentos
de óperas italianas en versiones históricas, tomando a sorbos lentos una copita de oporto
que le duraba hasta el final de los discos.
Después de la cena, larga y bien conversada, hacían de memoria un amor sedentario que
les dejaba a ambos un sedimento de desastre. Antes de irse, siempre azorado por la
inminencia de la media noche, el conde dejaba veinticinco pesetas debajo del cenicero
del dormitorio. Ese era el precio de María dos Prazeres cuando él la conoció en un hotel
de paso del Paralelo, y era lo único que el óxido del tiempo había dejado intacto.
Ninguno de los dos se había preguntado nunca en qué se fundaba esa amistad. María dos
Prazeres le debía a él algunos favores fáciles. Él le daba consejos oportunos para el buen
manejo de sus ahorros, le había enseñado a distinguir el valor real de sus reliquias, y el
modo de tenerlas para que no se descubriera que eran cosas robadas. Pero sobre todo,
fue él quien le indicó el camino de una vejez decente en el barrio de Gracia, cuando en su
burdel de toda la vida la declararon demasiado usada para los gustos modernos, y
quisieron mandarla a una casa de jubiladas clandestinas que por cinco pesetas les
enseñaban a hacer el amor a los niños. Ella le había contado al conde que su madre la
vendió a los catorce años en el puerto de Manaos, y que el primer oficial de un barco
turco la disfrutó sin piedad durante la travesía de