de su belleza. Volvió a mirar a María dos Prazeres como si fuera por primera vez.
— ¿Puedo hacerle una pregunta indiscreta? — preguntó él.
Ella lo dirigió hacia la puerta.
— Por supuesto — le dijo—, siempre que no sea la edad.
— Tengo la manía de adivinar el oficio de la gente por las cosas que hay en su casa, y la
verdad es que aquí no acierto — dijo él—. ¿Qué hace usted? María dos Prazeres le
contestó muerta de risa:
— Soy puta, hijo. ¿O es que ya no se me nota? El vendedor enrojeció.
— Lo siento.
— Más debía sentirlo yo — dijo ella, tomándolo del brazo para impedir que se
descalabrara contra la puerta—. ¡Y ten cuidado! No te rompas la crisma antes de dejarme
bien enterrada.
Tan pronto como cerró la puerta cargó el perrito y empezó a mimarlo, y se sumó con su
hermosa voz africana a los coros infantiles que en aquel momento empezaron a oírse en
el parvulario vecino. Tres meses antes había tenido en sueños la revelación de que iba a
morir, y desde entonces se sintió más ligada que nunca a aquella criatura de su soledad.
Había previsto con tanto cuidado la repartición póstuma de sus cosas y el destino de su
cuerpo, que en ese instante hubiera podido morirse sin estorbar a nadie. Se había
retirado por voluntad propia con una fortuna atesorada piedra sobre piedra pero sin
sacrificios demasiado amargos, y había escogido como refugio final el muy antiguo y
noble pueblo de Gracia, ya digerido por la expansión de la ciudad. Había comprado el
entresuelo en ruinas, siempre oloroso a arenques ahumados, cuyas paredes carcomidas
por el salitre conservaban todavía los impactos de algún combate sin gloria. No había
portero, y en las escaleras húmedas y tenebrosas faltaban algunos peldaños, aunque
todos los pisos estaban ocupados. María dos Prazeres hizo renovar el baño y la cocina,
forró las paredes con colgaduras de colores alegres y puso vidrios biselados y cortinas de
terciopelo en las ventanas. Por último llevó los muebles primorosos, las cosas de servicio
y decoración y los arcenes de sedas y brocados que los fascistas robaban de las
residencias abandonadas por los republicanos en la estampida de la derrota, y que ella
había ido comprando poco a poco, durante muchos años, a precios de ocasión y en
remates secretos. El único vínculo que le quedó con el pasado fue su amistad con el
conde de Cardona, que siguió visitándola el último viernes de cada mes para cenar con
ella y hacer un lánguido amor de sobremesa. Pero aun aquella amistad de la juventud se
mantuvo en reserva, pues el conde dejaba el automóvil con sus insignias heráldicas a
una distancia más que prudente, y se llegaba hasta su entresuelo caminando por la
sombra, tanto por proteger la honra de ella como la suya propia. María dos Prazeres no
conocía a nadie en el edificio, salvo en la puerta de enfrente, donde vivía desde hacía
poco una pareja muy joven con una niña de nueve años. Le parecía increíble, pero era
cierto, que nunca se hubiera cruzado con nadie más en las escaleras.
Sin embargo, la repartición de su herencia le demostró que estaba más implantada de lo
que ella misma suponía en aquella comunidad de catalanes crudos cuya honra nacional
se fundaba en el pudor. Hasta las baratijas más insignificantes las había repartido entre
la gente que estaba más cerca de su corazón, que era la que estaba más cerca de su
casa. Al final no se sentía muy convencida de haber sido justa, pero en cambio estaba
segura de no haberse olvidado de nadie que no lo mereciera. Fue un acto preparado con
tanto rigor que el notario de la calle del Árbol, que se preciaba de haberlo visto todo, no
podía darle crédito a sus ojos cuando la vio dictando de memoria a sus amanuenses la
lista minuciosa de sus bienes, con el nombre preciso de cada cosa en catalán medieval, y
la lista completa de los herederos con sus oficios y direcciones, y el lugar que ocupaban
en su corazón.
Después de la visita del vendedor de entierros terminó por convertirse en uno más de los
numerosos visitantes dominicales del cementerio. Al igual que sus vecinos de tumba
sembró flores de cuatro estaciones en los canteros, regaba el césped recién nacido y lo
igualaba con tijera de podar hasta dejarlo como las alfombras de la alcaldía, y se
familiarizó tanto con el lugar que terminó por no entender cómo fue que al principio le
pareció tan desolado.
En su primera visita, el corazón le había dado un salto cuando vio junto al portal las tres
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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