MARÍA DOS PRAZERES
El hombre de la agencia funeraria llegó tan puntual, que María dos Prazeres estaba
todavía en bata de baño y con la cabeza llena de tubos lanzadores, y apenas si tuvo
tiempo de ponerse una rosa roja en la oreja para no parecer tan indeseable como se sen-
tía. Se lamentó aún más de su estado cuando abrió la puerta y vio que no era un notario
lúgubre, como ella suponía que debían ser los comerciantes de la muerte, sino un joven
tímido con una chaqueta a cuadros y una corbata con pájaros de colores. No llevaba
abrigo, a pesar de la primavera incierta de Barcelona, cuya llovizna de vientos sesgados
la hacía casi siempre menos tolerable que el invierno. María dos Prazeres, que había
recibido a tantos hombres a cualquier hora, se sintió avergonzada como muy pocas
veces. Acababa de cumplir setenta y seis años y estaba convencida de que se iba a morir
antes de Cavidad, y aun así estuvo a punto de cerrar la puerta y pedirle al vendedor de
entierros que esperara un instante mientras se vestía para recibirlo de acuerdo con sus
méritos. Pero luego pensó que se iba a helar en el rellano oscuro, y lo hizo pasar
adelante.
— Perdóneme esta facha de murciélago — dijo— pero llevo más de cincuenta años en
Catalunya, y es la primera vez que alguien llega a la hora anunciada.
Hablaba un catalán perfecto con una pureza un poco arcaica, aunque todavía se le
notaba la música de su portugués olvidado. A pesar de sus años y con sus bucles de
alambre seguía siendo una mulata esbelta y vivaz, de cabello duro y ojos amarillos y
encarnizados, y hacía ya mucho tiempo que había perdido la compasión por los hombres.
El vendedor, deslumbrado aún por la claridad de la calle, no hizo ningún comentario sino
que se limpió la suela de los zapatos en la esterilla de yute y le besó la mano con una
reverencia.
— Eres un hombre como los de mis tiempos — dijo María dos Prazeres con una carcajada
de granizo—. Siéntate.
Aunque era nuevo en el oficio, él lo conocía bastante bien para no esperar aquella
recepción festiva a las ocho de la mañana, y menos de una anciana sin misericordia que
a primera vista le pareció una loca fugitiva de las Américas. Así que permaneció a un
paso de la puerta sin saber qué decir, mientras María dos