martirio.
Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. «El señorito se ha
ido», le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación
de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.
— Aquí no vive ninguna María — le dijo la mujer—. El señorito es soltero.
— Ya lo sé — le dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se encabritó.
— ¿Pero quién cono habla ahí? i.
Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no
era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días
siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio
razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya
célebres entre los trasnochadores impenitentes de La gauche divine, y le contestaban con
cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba
solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por
la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y
tomó la determinación de olvidar a María.
A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía
picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de
madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el
lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina
bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y a otros oficios de iglesia que ocupaban la
mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar
en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia
frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del
claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano
terminaban por integrarse a la comunidad. La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros
días por una guardiana que los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le
agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarros de papel periódico
que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la obsesión
de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que
se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la
penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba
también en el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada
por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que la oyera su vecina de
cama:
— ¿Dónde estamos?
La voz grave y lúcida de la vecina le contestó:
— En los profundos infiernos.
— Dicen que esta es tierra de moros — dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del
dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen los perros
ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La
cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse
de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin
rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio
concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. «Tendrás
todo», le decía, trémula. «Serás la reina». Ante el rechazo de María, la guardiana cambió
de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la
bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de
estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la
noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la
cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le
besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yertos, las piernas exhaustas. Por
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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