incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por
la primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la
escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de
una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su
marido.
El médico se incorporó con toda la majestad de su rango. «Todavía no, reina», le dijo,
dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. «Todo se hará a
su tiempo». Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.
— Confía en mí — le dijo.
Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un
comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad.
Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.
Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio
de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera
vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él
entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de
semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la
noche.
En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco
estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo
compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que
se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago
distinto. El estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en
la suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café
concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses
que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de
cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María
contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había
ocurrido.
De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor
de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento
aciago de cómo podría ser la