transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude
evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas
hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se
hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados,
y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni
beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a
llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño.
Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña
fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco
a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a
medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el
último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la
noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su
sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto
a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los
viajeros expertos. «Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y apenas
si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió. Se instaló como
para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar
quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano.
Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa
para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y
le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más
fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia
arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de
cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde
llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como
si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último
bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta
hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio
lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un
cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra
que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza
que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo
de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desa