desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por
una maleza sin flores, y las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andró-
ginos travestidos de manólas. El único sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo
león, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de
amor en las tractorías plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras
nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares. De
pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una callecita del
Trastévere:
— Hola, poeta.
Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco papas, la Roma eterna mostraba los
primeros síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. «He esperado tanto que ya
no puede faltar mucho más», me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de
añoranzas. «Puede ser cosa de meses». Se fue arrastrando los pies por el medio de la
calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse
de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna
duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del
cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa
legítima de su propia canonización.
Agosto 1981.
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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