Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de
mostrarle la santa al párroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada
Congregación del Rito era de dominio público. Alcancé a ver de soslayo que lo puso
debajo de una mesa apartada, y se sentó mientras terminábamos de cantar. Como
siempre ocurría al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la tractoría
empezó a desocuparse, y quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de
cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí
como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intrigado, le
preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una
indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la
situación. Margarito fue el único que tomó la pregunta con toda naturalidad.
— No es un violonchelo — dijo—. Es la santa.
Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor
estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la
cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el
prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras se arrodilló con las manos juntas,
presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio.
Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión a gritos sobre
la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más
radical. Lo único que quedó en claro al final fue su idea de hacer una película crítica con
el tema de la santa.
— Estoy seguro — dijo— que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.
Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guión, uno de los grandes
de la historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al
margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta
de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi
contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para
pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los
ánimos. «Lástima que haya que filmarlo», decía. Pues pensaba que en la pantalla
perdería mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por
temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de
su casa.
El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo
encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por
la idea que le habíamos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad
de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el
estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginábamos. En vez de enloquecerse, como
era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.
— Ammazza! — murmuró espantado.
Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada
condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo
despidió con unas palmaditas en la espalda. «Gracias, hijo, muchas gracias», le dijo. «Y
que Dios te acompañe en tu lucha». Cuando cerró la puerta se volvió hacia nosotros, y
nos dio su veredicto.
— No sirve para el cine — dijo—. Nadie lo creería.
Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había
ni que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado
urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito.
Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres
condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.
— Ya lo tengo — gritó—. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de
resucitar a la niña.
— ¿En la película o en la vida? — le pregunté.
Él reprimió la contrariedad. «No seas tonto», me dijo. Pero enseguida le vimos en los
ojos el destello de una idea irresistible. «A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida
real», dijo, y reflexionó en serio:
— Debería probar.
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
23