había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos
tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se
arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata
de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se
entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del
cuarto, aun con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos
progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantarla a plena voz. La
expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la Villa
Borghese con un rugido de temblor de tierra.
— Eres San Marcos reencarnado, figlio mío — exclamaba la tía Antonieta asombrada de
veras—. Sólo él podía hablar con los leones.
Una mañana no fue el león el que le dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del
Otello: Giánella notte densa s'estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio,
nos llegó la respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos
voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario que abrió las ventanas para
santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de
desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nadie menos que la gran María
Caniglia.
Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito
Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la
mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi
a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa
los periódicos del día para acostumbrarnos a la fonética italiana, y completaba las
noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días
contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con
los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive de varios obispos,
desenterrados de un mismo cementerio de los padres capuchinos. La noticia inquietó
tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le
bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para
formarse un juicio de consolación.
— No son el mismo caso — dijo—. A estos se les nota enseguida que están muertos.
Después del almuer zo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de medio día se
quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el
rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las
ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una
muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir,
en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las
canciones de amor entre las flores de las terrazas.
El tenor y yo no hacíamos la siesta, íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la
parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban
bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a
pleno sol. Eran bellas, pobres y cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel
tiempo, vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del
sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer
humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el
lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conversado en
el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o
a dolemos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer
en el galoppatoio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo
descarnado.
No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que
conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso
profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desa-
sosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos.
El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó
atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta
al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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