la existencia de Dios.
— Yo sí creo que existe — dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los
seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes.
— Yo sólo creo en los astros — dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente—
— ¿Qué día nació usted?
— Once de marzo.
— Tenía que ser — dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—:
¿No serán demasiado dos Piséis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café.
Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche
terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del
presidente que la dejó atónita:
— No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que
yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que
se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le
dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero,
terminó:
— Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba
para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en
el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara
aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara
el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su
destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de
publicar su Cahier d'un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva
vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de
maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una
terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los
grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa,
catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el
destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que
aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda
clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados.
— Pero nunca volví a abrir una carta — dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las
más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se
acordaba de ellas ni el que las había escrito.
Miró a Lazara a media luz cuando encendió un cigarrillo, y se lo quitó con un movimiento
ávido de los dedos. Le dio una chupada profunda, y retuvo el humo en la garganta.
Lazara, sorprendida, cogió la cajetilla y los fósforos para encender otro, pero él le
devolvió el cigarrillo encendido. «Fuma usted con tanto gusto que no pude resistir la
tentación», le dijo él. Pero tuvo que soltar el humo porque sufrió un principio de tos.
— Abandoné el vicio hace muchos años, pero él no me abandonó a mí por completo —
dijo—. Algunas veces ha logrado vencerme. Como ahora.
La tos le dio dos sacudidas más. Volvió el dolor. El presidente miró la hora en el relojito
de bolsillo, y tomó las dos tabletas de la noche. Luego escrutó el fondo de la taza: no
había cambiado nada, pero esta vez no se estremeció.
— Algunos de mis antiguos partidarios han sido presidentes después que yo — dijo.
— Sáyago,— dijo Homero.
— Sáyago y otros — dijo él—. Todos como yo: usurpando un honor que no merecíamos
con un oficio que no sabíamos hacer. Algunos persiguen sólo el poder, pero la mayoría
busca todavía menos: el empleo.
Lazara se encrespó.
— ¿Usted sabe lo que dicen de usted? — le preguntó.
Homero, alarmado, intervino:
— Son mentiras.
Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
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