Fantasmas de Navidad
Charles Dickens
Me gusta volver a casa en Navidad. Todos lo hacemos, o deberíamos hacerlo.
Deberíamos volver a casa en vacaciones, cuanto más largas mejor, desde el
internado en el que nos pasamos la vida trabajando en nuestras tablas
aritméticas, para así descansar. Viajamos hasta casa a través de un paisaje
invernal, por campos cubiertos por una niebla baja, entre pantanos y brumas,
subiendo prolongadas colinas, que se van volviendo oscuras como cavernas entre
las espesas plantaciones que llegan a tapar casi las estrellas chispeantes; y así
hasta que estamos en las amplias mesetas y finalmente nos detenemos, con un
silencio repentino, en una avenida. En el aire helado la campana de la puerta
tiene un sonido profundo que casi parece terrible; la puerta se abre sobre sus
goznes y al llegar hasta una casa grande las brillantes luces nos parecen más
grandes tras las ventanas, y las filas de árboles que hay frente a ellas parecen
apartarse solemnemente hacia los lados, como para dejarnos pasar. Durante
todo el día, a intervalos, una liebre asustada ha salido corriendo a través de la
hierba cubierta de nieve; o el repiqueteo distante de un rebaño de ciervos
pisoteando el duro hielo ha acabado también, por un minuto, con el silencio. Si
pudiéramos verles sus ojos vigilantes bajo los helechos, brillarían ahora como las
gotas heladas del rocío sobre las hojas; pero están inmóviles, y todo está callado.
Y así, las luces se van haciendo más grandes, y los árboles se apartan hacia atrás
ante nosotros para cerrarse de nuevo a nuestra espalda, como impidiéndonos la
retirada, y llegamos a la casa.
Probablemente huele todo el tiempo a castañas asadas y otras cosas buenas y
reconfortantes, pues estamos contando historias de Navidad, historias de
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